El nieto del Dictador
Iñaki Egaña
La autocomplacencia es una de las tachas más extendidas de las sociedades modernas. Espectáculos para consumo interno, con gran despliegue de medios, con el fin de que crear la expectativa de su relevancia.
Ya que la vergüenza, propia y ajena, desapareció del espíritu cotidiano, los hechos de dignidad, simultáneamente, también pasaron a mejor vida. La bajeza moral de la clase política hispana alcanzó las antípodas.
En el «XL aniversario de las Elecciones Generales» sus señorías han ejercido un acto público de onanismo, aleccionados por su monarca Felipe Juan Pablo Alfonso de Todos los Santos (Felipe Sexto) que ha sentenciado: «unas elecciones en las que el pueblo español pudo elegir libre y democráticamente a sus legítimos representantes». Se refería a las del 15 de junio de 1977.
Unos comicios en los que los partidos independentistas y republicanos, siempre hay que recordarlo, estaban prohibidos y perseguidos. Que se lo pregunten a Jaime Pastor, entonces militante de la LCR y hoy dirigente de Podemos. Siguió la apertura de la legislatura desde una comisaría, donde se hallaba detenido precisamente por protestar contra las ilegalizaciones. Mientras Juan Carlos Uno leía su discurso.
Unas elecciones con presos vascos en las cárceles y refugiados al otro lado de la muga. A mediados de octubre de 1977 había 120 presos políticos en las cárceles españolas, entre ellos 23 acusados de ser de ETA, 14 del FRAP, 25 de los GRAPO, 6 del PCr, 9 del PCi, 16 del sindicato anarquista CNT y 14 objetores de conciencia, algunos en Araka (Gasteiz). Ni un solo preso de los centenares de torturadores y verdugos que habían elevado el franquismo a la categoría de dictadura.
A pesar de que la tortura continuaba en cuartelillos y prisiones, a pesar de los atentados de los «de día uniformados, de noche incontrolados» que acogotaban a la disidencia. A pesar de que en los archivos se guardaban (todavía Martín Villa no había dado la orden de quemarlos) los resguardos de las tropelías de miles de funcionarios franquistas, falangistas, policías, chivatos y mercenarios. La amnistía de octubre de 1977 los absolvió para el futuro. Pero habría que recordar que en 1977, ni en los años anteriores, ninguno de ellos fue procesado por sus crímenes.
Recordarán también que la administración franquista al completo se adaptó al nuevo medio, ejerciendo su nueva tarea democrática. Y así nos va. Sin depurar a los matones de interiores y exteriores, sin al menos una señal que diera que pensar que aquellos jueces que se habían hartado de mirar para otro lado con la tortura, con la violencia de género, con la de clase, iban a pasar por un simple examen de recalificación laboral. Y así nos va.
Cuarenta años después nos regalan el relato de que la Transición sirvió para traspasar sin traumas de una etapa tenebrosa a otra diáfana, del rencor a la «libertad sin ira». Y en esa construcción de un pasado que no existió olvidan que los más tarde grupos extraparlamentarios, entre ellos numerosas tendencias comunistas, anarquistas y socialistas, junto a movimientos como ETA, fueron quienes realmente pelearon por la transformación en el período que ahora llaman pomposamente »tardofranquismo». Que socialistas y jeltzales, por ejemplo, celebraron sus congresos sin injerencias. Dos meses antes del primer congreso del PNV en 40 años, se produjo la matanza de abogados comunistas en Madrid. Y cuatro meses antes de que las cámaras empatizasen con el PNV, la policía ya «demócrata» detuvo a 110 personas que en Arantzazu (Gipuzkoa) celebraban el congreso de la LCR.
Asimismo, ha sido sintomático que entre los supervivientes de aquella mágica transmutación, condecorados por Felipe Sexto, estuviera Rodolfo Martín Villa, antiguo falangista y luego responsable de una de las etapas más macabras del Ministerio del Interior, hoy en búsqueda y captura por la justicia internacional. Durante el franquismo, España amparó a 2.000 asesinos que escaparon de la caída del Tercer Reich de Hitler al finalizar la contienda mundial. Y España siguió amparando a otros miles de funcionarios franquistas que hicieron posible la continuidad del fascismo al sur de los Pirineos.
La casa real borbónica, para que no haya equívocos, ha colgado de su página web el discurso íntegro de Felipe Sexto para conmemorar este XL (40) aniversario. ¿Por qué en números romanos? Me limito a repetir las sandeces del documento. Ese testimonio escrito nos sirve para hacer varias puntualizaciones al discurso del entonces heredero que apenas tenía 9 años. No le alcanza el recuerdo, pero sí en cambio el relato que le han dictado sus asesores. Y comienza el borbón recordando las palabras de su padre, hoy emérito, en la apertura de la legislatura de hace XL años: «La democracia ha comenzado».
Un insulto tanto entonces como ahora. Y si la definición de «comenzar» es exacta, «hacer que una cosa que antes no existía ocurra», las palabras de ambos borbones, padre e hijo, son una mofa, como mínimo, a la Segunda República española. Porque padre e hijo deberían saber que en aquella época republicana, hombres y mujeres votaban, la educación era universal y el Estado no se definía católico. Eran nuestros vecinos y he de reconocer que prefiero a unos vecinos republicanos que monárquicos.
Dijo también el monarca en su discurso del XL aniversario que la guerra civil y la dictadura fueron «una inmensa tragedia», ofertando el recurso epistolar de que su padre repitió esa frase en la apertura de las Cortes en 1977, cuando es falso. Su padre, cazador por afición y dirigente político por consanguinidad, relató otras cuitas bien diferentes. Entre ellas una definición del por qué de su presencia, algo que jamás he entendido a pesar de haber releído la frase de marras más de un centenar de veces: «como Rey de España, al tener la soberanía popular su superior personificación en la corona». ¿La monarquía es la máxima expresión del poder popular?
Lo que dijo en cambio el monarca Juan Carlos Uno en 1977 fue una frase que su hijo no se ha atrevido a repetir en estos convulsos tiempos en los que el separatismo catalán está a punto de hacer historia: «deseo el reconocimiento de la diversa realidad de nuestras comunidades regionales y se haga más robusta la unidad indiscutible de España». No lo ha repetido Felipe Sexto por redundancia. La Constitución que le nombra jefe de Estado también alude a la «unidad indiscutible de España».
El reconocimiento de esa dictadura por parte de Felipe Sexto es una concesión a una galería que le aplaude hasta con las orejas. ¿No fue acaso el dictador quien nombró a su padre heredero? ¿No es en consecuencia el hijo del heredero, heredero por sangre azul, rey no ya por la gracia de Dios, como lo fueron sus antepasados, sino por la gracia del tirano, de Franco? ¿Quién juró obediencia a una constitución fascista (Principios del Movimiento) y luego a una «demócrata»?
Me apuntaba un colega que la degradación del sistema político español ha tocado techo con esa exaltación de la Transición, de aquellas elecciones tramposas y enfiladas al «atado y bien atado». No soy de su opinión porque lo cotidiano nos ofrece nuevas oportunidades que agrandan la percepción de esa degradación. Que día a día demuestran cómo es posible mantener un sistema sustentado en la sinvergüencería, en la corrupción y en la mentira.
Y que, en las próximas semanas, va a superarse a sí mismo, secuestrando urnas, multando funcionarios, encarcelando voluntarios… por el hecho de poner en cuestión aquella frase del hoy emérito, «la unidad indiscutible de España». Porque, amable público, la unidad de España ni se argumenta ni se discute. Hacerlo ya es ilegal, pecado (para los católicos) e infracción. Y, en breve, será terrorismo. Al tiempo.