El precio de la tortura
Marcos Martín Ponce
Preso político comunista
El 20 de julio de 2017 un agente judicial me notificaba en la prisión de Picassent la imposición de una multa de 600 euros, en relación a las torturas a las que fui sometido en noviembre de 2012, en el módulo de aislamiento de Sevilla II. Esta multa (que se traduce en un mes más de prisión por insolvencia), hay que unir un año de cárcel adicional al considerar el Juzgado Nº 12 de Sevilla que yo fui el agresor a los carceleros. La realidad por la que pasé fue muy diferente.
Entre cuatro funcionarios, que acumulan incontables denuncias por malos tratos y torturas, tanto a presos políticos como a sociales, me dieron una paliza con porras, patadas, rodillazos, puñetazos… mientras que me encontraba esposado y desnudo.
Justo antes de perder el conocimiento, la última imagen que recuerdo es como se codeaban entre ellos para ver quien cogía la mejor posición para golpear con más saña. Cuando recobré el conocimiento estaba siendo arrastrado desnudo esposado a la espalda, sin apenas un suspiro de energía para oponer resistencia… sangrando por la boca.
Mis pies se deslizaban sobre mi propia sangre dejando dos sucios bermellones por los pasillos de aislamiento hasta llegar a una celda de castigo, donde me ataron a un somier de acero, de pies, manos y cintura. En ese potro de tortura mientras yo escupía sangre a borbotones, los funcionarios hacían lo propio con su odio de clase (como fieles mercenarios del capitalismo), a modo de insultos contra mi condición de preso político comunista.
El dolor en el pecho era insoportable cada vez que tosía. Uno de los carceleros comentó: «habrá que atarlo boca abajo, no se vaya a ahogar con su propia sangre».
Y así me dejaron durante 48 horas, desnudo en pleno invierno, con la ventana abierta, orinándome encima. No recibí ni ropa, ni mantas, ni comida, ni agua. Cuando una ATS por fin se personó para levantar informe médico, la celda de castigo se llenó de uniformados, con la clara intención de amedrentar a aquella joven. He de agradecer la fortaleza de aquella mujer, por priorizar su profesionalidad. En el parte médico escribió: «… al menos una veintena de abrasiones en la espalda, claramente causados por objetos contundentes, provocando un hematoma masivo generalizado por cuello, espalda, brazos y piernas…», a lo que añadía: «igualmente presenta un diente roto (con abundante sangrado), abrasiones en el rostro y un fuerte golpe en la frente…». Un informe médico de esta índole sería más que suficiente en cualquier país de democracia burguesa para procesar a los carceleros y al director de la prisión. Pero en el Estado español la maquinaria represiva está bien engrasada contra sus enemigos políticos. Por lo que el poder judicial tampoco se ha salido del guión establecido. Así es que lo que resulta relevante para sus señorías son los relatos de los torturadores, para los cuales de repente me convertí en un ser enajenado, violento y sin control que no paraba de agredirles. La jueza tragó con toda la sarta de incoherencias y embustes que los carceleros tuvieron a bien inventarse. Sin embargo, ateniéndonos al parte de lesiones de los funcionarios, tan solo uno de ellos presentaba «una tumefacción dolorosa a nivel del primer metacarpiano de la mano derecha». O sea, que al señor funcionario nº 96.764 se le había ido la mano… derecha… mientras los números 67.951, 96.980 y 36.178 optaron por utilizar el instrumental especializado. Todas las cámaras del módulo de aislamiento grabaron lo sucedido, pero ni la jueza de instrucción de Morón de la Frontera, ni la del Juzgado de lo penal nº 12 de Sevilla tuvieron en cuenta mi denuncia, ni admitieron a trámite la petición de mi abogado para que la visualización de las cámaras sirviera como prueba principal para mi defensa (ya que mi denuncia ni siquiera fue admitida a trámite). Tampoco fue tenido en cuenta como prueba mi parte médico. Para la jueza resultaba más que suficiente el cuento victimista de esos «grandes defensores de los derechos humanos», como calificó a los carceleros que me torturaron, al finalizar el juicio: «Los hechos declarados –dice el auto condenatorio– probados se consideran acreditados por el conjunto de pruebas practicadas y ratificadas en el acto del juicio oral». Y estas son las garantías constitucionales de un «juicio justo» en un régimen represivo: «En concreto, las firmes declaraciones de los funcionarios que tuvieron intervención en los hechos, los cuales han expuesto de manera coincidente, coherente y razonada la sucesión de los hechos, que culminó con la reducción e inmovilización del acusado». Entonces ¿para qué tener en cuenta las pruebas objetivas o indagar si las denuncias de violación de derechos humanos tienen algún fundamento, si los señores funcionarios ya habían relatado lo ocurrido? Todo queda en casa ¿verdad señora jueza? ¿Qué más da que otros presos políticos (como Arkaitz Bellón, al que estos mismos carceleros agredieron y el cual murió en una celda de aislamiento pocos meses después, y al que aprovecho para rendir sentido homenaje), hubieran sido agredidos impunemente en ese mismo módulo de aislamiento? ¿Qué tendrá que ver que los juzgados mencionados estén copados con denuncias por torturas y malos tratos en la prisión de Sevilla II-Morón de la Frontera? ¿Qué más da que la Comisión de Derechos Humanos de la UE haya señalado a Sevilla II como una cárcel bajo investigación, dada la gran cantidad de este tipo de denuncias que acumula? ¿Qué importa todo esto, si los torturadores hicieron «firmes declaraciones» y «han expuesto de manera coincidente» la «sucesión de los hechos». Pues creo que, efectivamente, no queda mucho más que decir.
Únicamente la reflexión de que, si estos son los más altos niveles de democracia y libertad que este sistema político está dispuesto a ofrecernos, será cuestión de cada cual (y del conjunto de todos nosotros) el atreverse a mirar de frente a la cruda realidad y decidir qué es lo que se tiene que hacer para que ningún preso político (ni social) vuelva a ser torturado o maltratado; siempre teniendo en cuenta que las prisiones son, tan solo, un eslabón más del sistema represivo de este Estado.
En: Naiz.eus