Impunidad del fascismo
El Congreso vota declarar nulas todas las sentencias políticas del franquismo.
Juan Manuel Olarieta
¿Por qué le cuesta tanto a la “democracia a la española” acabar con el franquismo, condenarlo y erradicarlo? La respuesta es sencilla: porque no puede hacerlo sin acabar consigo misma o, en otras palabras, el franquismo no se puede condenar a sí mismo.
Lo vamos a volver a comprobar hoy 12 de septiembre, cuando se vote una propuesta que abre el curso parlamentario, impulsada por el PSOE, para declarar nulas todas las sentencias y condenas políticas dictadas por los tribunales franquistas.
La iniciativa parece magnífica, sobre todo teniendo en cuenta que incluye una referencia expresa a la condena del antiguo presidente de la Generalitat de Cataluña, Lluis Companys, asesinado por un tribunal franquista en 1940.
Pero veamos algunas de las trampas más de cerca:
a) se trata de un proposición “no de ley”, es decir, que no será nunca vinculante sino sólo otro gesto puramente simbólico
b) no aclara qué entiende por “tribunales franquistas”, es decir, si sólo algunos -y no todos- los tribunales fueron franquistas
c) sólo se refiere a “condenas políticas” no a otro tipo de resoluciones judiciales, como los despidos laborales, por ejemplo.
La transición sigue siendo una pesadilla, y no sólo para la historia, porque no hubo tal; si lo hubiera habido todo este tipo de polémicas se habrían acabado de un plumazo.
Pondré un ejemplo (sólo uno) para llamar la atención sobre el aspecto que esta iniciativa del PSOE pone encima de la mesa: la jurisprudencia que hoy deben tener en cuenta los tribunales en la interpretación de las leyes es la franquista y, naturalmente, es franquista.
Dicho de otra manera: aún suponiendo que podamos calificar las leyes existentes como democráticas, se interpretan de modo franquista, y esta inercia de los tribunales se puede extender a todos y cada uno de los aspectos del funcionamiento de los aparatos del Estado.
Podemos abrir los pesados tomos que compilan esa jurisprudencia y encontrarnos con sentencias, como una de 1975, del Tribunal Supremo que aprobaba el despido del maestro de una escuela que en sus enseñanzas no tenía en cuenta la existencia de dios. El Tribunal Supremo nunca cambió, sus magistrados nunca se depuraron y sus criterios para interpretar la ley tampoco, hasta el día de hoy.
Si alguien se toma la molestia de conocer las biografías de sus magistrados, encontrará que todos ellos habían hecho carrera en el franquismo, sosteniendo, apoyando y aplicando las leyes fascistas. Aparte de los enchufes y recomendaciones al uso, esos fueron sus únicos méritos para ascender. Por ejemplo, algunos de los miembros de la Sala de lo Penal en la transición habían sido Alféreces Provisionales durante la guerra o procedían de la División Azul.
Lo mismo que los fiscales, los secretarios y los abogados, los jueces habían estudiado en facultades fascistas y, si aprendieron algo, no fue otra cosa que el mismo Derecho Penal del III Reich, en manuales traducidos y traídos de Alemania, como el de Jeschek.
Los juicios celebrados por jueces fascistas, bajo leyes fascistas son todos ellos nulos porque -tanto antes como ahora- en cualquier país de esta naturaleza los jueces hacen de su capa un sayo. Por ejemplo, el juicio contra Grimau es nulo porque el auditor de guerra que redactó la sentencia había falsificado su título académico. Para declarar esa nulidad no hace falta aprobar ninguna nueva ley; las leyes franquistas también lo hubieran declarado nulo igualmente.
La Audiencia Nacional es el prototipo de tribunal fascista que se creó en falso en 1977 por decreto-ley, algo imposible tanto en la legislación franquista como en la actual.
¿Hay que seguir insistiendo en que aquí todo es falso?, ¿hay que seguir repitiendo que vivimos en medio de la mentira, el engaño y el fraude?, ¿necesitamos que otra ley “no de ley” nos lo recuerde a cada paso?, ¿hasta cuándo seguirán mareando la perdiz?
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