Cartas desde prisión:
Santiago Rodríguez Muñoz
Jaén 28 enero 2018
Recibí la tuya, en la que me planteas el desarrollo de una cuestión un tanto particular por lo especializada (…)
El párrafo al que haces alusión es el siguiente: “Es necesario la participación de cuadrillas en la limpia de montes, para fijar a la población rural con ingresos suplementarios, entre otras razones. Pero sin ganado no hay desbroces que valgan, como bien dices. “Los franceses, con una larguísima tradición silvícola, trabajan en la prevención de incendios mediante rozas técnicas, insertas en los planes forestales, efectuadas con cabras. Sobra añadir que a ello se asocia toda la industria de elaboración de quesos”.
Estas letras guardan relación con la problemática del abandono rural y de los incendios forestales a ella asociados, abordada en la carta del compa que motivó mi contestación. Es bien conocida la máxima de que los fuegos forestales se apagan en invierno, refiriéndose al hecho de que no ha de ponerse tanto el acento en la extinción de los mismos como en su prevención. El problema de fondo, sin entrar en todos los detalles de los intereses asociados al fuego, radica en el éxodo sostenido de los habitantes del campo a las ciudades, que constituye una tendencia universal. Me es imposible precisar el dato estadísticamente, pero la población urbana ya ha rebasado a la rural a escala mundial, en un proceso imparable. Esta realidad, en lo que se refiere al Estado español, se manifiesta en un fuerte incremento del combustible forestal en gran parte del territorio, al haberse abandonado los usos campesinos que impedían su proliferación: recogidas de leñas, aprovechamientos ganaderos, conservación de caminos y vías de paso, etc. Es decir: los incendios se apagaban en invierno a través de la actividad humana productiva en el sector agrario (lo agrario comprende los subsectores agrícola, forestal y ganadero), constituida en una política preventiva integral.
Una de las claves de todo este asunto está en que el medio natural sirva de sostén económico a las poblaciones locales, porque su conservación se refuerza mediante una explotación racional y equilibrada de sus recursos. Aunque parezca contradictorio, algunos de los bosques más emblemáticos del país tienen su origen en los denominados “Montes de la marina”, debido a su valor estratégico militar. La Armada tomó en sus manos la gestión de importantes zonas boscosas para asegurar los suministros madereros a los astilleros y arsenales navales, introduciendo las primeras ordenaciones de montes planificadas a la vez que se sentaban las bases para el desarrollo de la ciencia forestal.
Véanse, también a modo de ejemplo, los montes resineros, formados por pinares productores de resinas (para posterior extracción de colofonias y aguarrases), en los que localidades enteras hallaban el sustento. Al menor asomo de una columna de humo, las campanas daban la señal de alarma y los vecinos acudían en masa para participar en las labores de extinción, sabedores de la importancia de intervenir en los primeros momentos a fin de evitar la propagación, una cultura del manejo del fuego que se mamaba en la cuna.
Por el contrario, la política autárquica del franquismo, a través de la “Dirección General de Montes” y “Patrimonio Forestal del Estado”, promovió la sustitución de bosques originarios (castaños, hayas, robles, encinas…) por especies de crecimiento rápido para la explotación maderera y la extracción de celulosas, acabando con el acceso a los numerosos productos secundarios que beneficiaban a los pobladores locales (leña, recolección de setas y frutos silvestres, etc). Lo que dio pie a actos de revancha y que muchas de esas superficies fueran pasto de las llamas, circunstancia favorecida por el reemplazo de especies ignífugas por otras ignífilas y de la diversidad vegetal entorpecedora del avance del fuego por los monocultivos que lo propician.
Santi