MIGRANTES PARÁSITOS
De: Iñaki Egaña
Estamos rodeados de ladrones que nos despojan de puestos de trabajo, que usurpan nuestras tierras y que, finalmente, se hacen con el control de nuestras vidas, hackeando nuestro cerebro con una sarta de serviles que les reconfortan su llegada con mantas de adulación y manjares propios de nuestras cocinas.
Vienen de lejos, de tan lejos que en los mapas sus lugares de origen se diluyen en nombres impronunciables, acompasados por consonantes que hacen complicada su pronunciación adecuada. Esbozan una amplia sonrisa cuando lo hacemos y nos reprochan lo escasamente versados que somos en idiomas.
Apenas saben ubicar Zamudio, Aretxabaleta, Iruñea, Angelu o Laudio. Menos aún los txokos donde nos reunimos con los amigos, ni esas banderas bicrucíferas que agitamos en nuestras manifestaciones soberanistas. Desconocen si la Plaza Nueva es un patio andaluz o la alhóndiga un museo de Dalí. También si Francia es una república y España una monarquía o viceversa. Alguno se pavonea, en esas fiestas privadas que organizan, con un sombrero torero o un bicornio napoleónico.
Son ellos, los migrantes de última generación, 4.0. Los que llegan a nuestra tierra y desembarcan en aviones privados o en lujosas compañías con asientos preferentes, de esos que sirven como desayuno una copa de Moët & Chandon y unas tapas de langosta aderezadas con huevas de caviar iraní. Descienden del aparato y ya se sienten decepcionados porque habían oído a sus asesores que el sol los abrasaría. Guardan sus anteojos de Cartier en una funda de Louis Vuitton y se advierten contrariados porque a su alrededor se estiran los paraguas para frenar la lluvia. Se cubren brevemente la cabeza con el Financial Times, antes de ser recogidos en el parking del aeropuerto.
Se alojan en hoteles de categoría especial, en villas especialmente ofrecidas por sus consortes empresariales, y asaltan el asfalto en vehículos con chóferes ataviados con corbata y gemelos lustrosos. Firman contratos relativos a negocios “emergentes”, leen informes que ya habían retirado de sus maletines en las horas muertas del viaje y, de noche, si la jornada ha sido exitosa, reciben la visita de una compañía femenina (porque la mayoría son machos alfa) que les satisfaga la libido.
Son los migrantes parásitos, de los que nadie habla en los informativos, de los que apenas hay constancia suya en Facebook o en Twitter. Algunos tienen cuenta en Instagram con miles de seguidores que babean hasta cuando anuncian que van a evacuar el vientre en postura sentada. Otros, sin embargo, no saben siquiera qué es eso de las redes sociales, porque ellos son la sociedad. El resto somos suciedad.
Llegaron a Euskal Herria para hacerse con nuestro patrimonio, con nuestras calles, con nuestras plazas, con nuestras empresas, con nuestros comercios, con los sillones de nuestros bancos e incluso con nuestra tierra. Los que todavía preparan méritos para ascender a lo alto de la pirámide y aún se encuentran en peldaños inferiores, denuncian a los pastores que cruzan con su rebaño por el centro de Baigorri o se mofan de las costumbres que tenemos por estos lares de honrar el sufrimiento de nuestros antepasados.
Han copado los centros de nuestras ciudades y los han convertido en similares al resto del planeta, prostituyendo una palabra que usan habitualmente, diversidad. Han arramplado con lugares de interés, a los que llaman “auténticos”, en nombre de fondos privados. Para comprar y vender cuando la línea rentable marque el límite superior y, entonces, marchar a otro lugar del planeta donde la “inversión” les otorgue nuevos beneficios. Son gestores de la especulación, como aquellos sicarios que ejecutan “secuestros exprés” y que buscan la mayor rentabilidad en el menor tiempo posible.
Otros, en cambio, se radicaron con visitas fugaces, estampación de firmas, manteniendo a testaferros capaces de edulcorar su presencia, apoyados por algún moderno “Tío Tom”. Fueron y son migrantes fugaces, al igual que las estrellas, que como bien sabemos distan mucho de ser estrellas, más bien meteoros. Mantienen su intervención lejana desde ordenadores de última generación y despachos acolchados, con pantallas que anuncian a cada segundo el rendimiento de su dinero, dólares, euros, rublos, libras o renminbis.
Hoy, nuestro sector estratégico industrial, lúdico, alimentario, incluso en la construcción (con permiso de Amenabar y su familia jeltzale) está en poder de migrantes de cuello blanco, agrupados en consorcios, en empresas radicadas fiscalmente en islas lejanas o en guetos creados específicamente para defraudar. Migrantes irlandeses, fineses, suecos y norteamericanos se hicieron con un sector, el naval, que hoy se desmorona. ¿Dumping?
Estos migrantes alemanes, franceses, holandeses y suizos se han hecho con las riendas de nuestras costumbres culinarias. Británicos, belgas, luxemburgueses… incluso japoneses edifican a diestro y siniestro en ciudades y pueblos de Euskal Herria. Norteamericanos, qataríes, alemanes, italianos, hindúes recogen los beneficios de las altas tarifas energéticas que pagamos. Austriacos y canadienses afilan los raíles de nuestro país. Suecos, norteamericanos, irlandeses, españoles, alemanes gestionan nuestra hace años industria papelera.
Llegaron de tierras en ocasiones no tan lejanas para desmantelar y deslocalizar empresas arraigadas. El paradigma de Arcelor Mittal en Sestao y Zumarraga nos dejó un proceso de manual, con unos migrantes de corbata y Chanel que llegaron, arramplaron y huyeron a marchas forzadas. Alguno alquilaría probablemente tierras vírgenes en Alaska para matar osos y exhibir su trofeo en una fiesta parisina, a las orillas de ese Sena que les hace recitar versos sobre la benevolencia de la vida. Son los mismos que cuando exhalan su último aliento, hacen crionizar sus cadáveres antes de la putrefacción que no vieron para ellos, pero que arrastran en su camino.
Cuando Siemens llegó a un acuerdo con Gamesa, lo llamaron fusión, hasta que el gigante alemán anunció los recortes para su absorción, la empresa vasca. De nuevo trabajadores al paro, al retiro. No importan ratios de rentabilidad, ni productividad por hora trabajada. Cuando el “mercado manda” quien sale por la puerta grande es el empresario-migrante. Por la pequeña, lo sabemos, el trabajador.
La torre de Iberdrola es uno de los iconos de Bilbao, la antaño referencia industrial vasca. Iberdrola es supuestamente una empresa radicada en la capital vizcaína, con un presidente salmantino que gana cerca de 10 millones anuales (27.000 euros al día, incluidos los festivos). Pero su mayor accionista es QIA (Qatar Investment Authority) cuyo presidente es de esos que nos trabaríamos al pronunciarlos: Sheikh Ahmed bin Jassim bin Mohamed al-Thani, por cierto, ministro de Economía y Comercio de Qatar desde 2013.
No quiero dar la impresión de una defensa autócrata de nuestro patrimonio, ni de una defensa de esa oligarquía de origen vasco que hemos tenido enfrente desde los tiempos en los que llamaban a la Guardia Civil para reprimir a punta de sables las huelgas mineras de Gallarta y La Arboleda. Lejos de mi intención. Quiero denunciar, por el contrario, esa tremenda hipocresía que hace de unos migrantes seres celestiales y a otros, en cambio, los llama delincuentes.
Quiero denunciar que esos migrantes parásitos no tienen más semblante que el del dinero y que por ello campan a sus anchas, en sus limusinas, en sus yates, que reposan en habitaciones con jacuzzi. Y, sobre todo, que sus productos mediáticos nos lanzan justamente un mensaje embustero. El primero que “los ricos también lloran”, como aquella serie televisiva. Y el segundo, que los males de la humanidad son debidos a esa ingente masa de hombres, mujeres y niños que se desplazan de un lugar a otro, como fantasmas, a la búsqueda de un trozo de pan con el que aliviar esa hambre histórica provocada, precisamente, por una turba de migrantes de cuello blanco, migrantes parásitos.