“¡Rojos de mierda, os vamos a reventar a hostias!”, y la gente cantándoles: ¡A galopar, a galopar, hasta enterrarlos en el mar! Y cada vez más y más alto, más fuerte, con más rabia, con más furia… Capítulo 6 de “Aún me sigue enamorando aquel invencible grito”

Portada del libro de relatos de Paco Cela.

Francisco Cela Seoane

Aún me sigue enamorando aquel invencible grito”

Capítulo 6

No es sencillo describir con palabras el clima que se crea cuando la gente ve y palpa como el muro de la represión cede y literalmente se viene abajo. Yo recuerdo que tras un concierto de Luis Llach, en ese año de 1976, los “grises” quisieron dar un escarmiento y empezaron a detener a gente a bulto.

Furgones y furgones con manifestantes detenidos, con las sirenas policiales a todo volumen, se dirigieron hacia la comisaría. Pero claro, con los cuarenta o cincuenta primeros detenidos, en los calabozos ya no cabía ni un alfiler. De forma que, en el exterior, decenas y decenas de manifestantes permanecieron encerrados en los furgones.

Y de pronto, la gente empezó a aporrear las paredes de los furgones y a gritar pero que a pleno pulmón. ¡Libertad, Libertad y Amnistía Total! Los “grises” reaccionaron golpeando con sus porras los furgones y amenazando histéricamente: “¡Rojos de mierda, os vamos a reventar a hostias!

Pero contra más amenazaban, más y más se enardecía la gente cantándoles: ¡A galopar, a galopar, hasta enterrarlos en el fondo del mar! Y cada vez más y más alto, más fuerte, con más rabia, con más furia…

Y a la par, grupos y grupos de cada vez más gente empezó a concluir frente a la comisaría. Los “grises” probaron a amagar con cargar, pero… ¡La gente es que se les tiró encima, es que se los comían, como si la rabia y el odio contenido durante tantísimo tiempo detonase en ese instante!

Arrollados por la gente, los “grises” retrocedieron hasta las mismas puertas de la comisaría. Y delante de sus mismas narices, con unas barras de hierro, que no sé de dónde habían salido, se reventaron las puertas de los furgones y se liberó a los manifestantes detenidos.

Atronaban los gritos, las consignas, los lemas, las canciones revolucionarias. ¡Ya lo creo que el miedo acababa de cambiar de acera! Era la primera vez que veía a la gente tan consciente de su fuerza, tan enardecida, tan decidida y desafiante, amenazando con asaltar la comisaría si no soltaban a los detenidos… ¡Qué formidable aquella emoción de sentir a bocajarro los bravos oleajes de la Libertad!

Y era también la primera vez que veía a los “grises” realmente acojonados. Tan acostumbrados a sembrar el pánico con su sola presencia, a que cuando cargaban la mayoría de la gente saliese en desbandada en todas las direcciones, verse ahora rodeados por aquella marea humana que les escupía a la cara todo su odio, todo su asco… Estaban tan asustados que, instintivamente, sus manos temblorosas buscaban las culatas de sus pistolas.

La tensión se podía cortar con el filo de una navaja. Pero ni dios se movía, ni dios retrocedía. Hasta que, de pronto, se abrieron las puertas de la comisaría y empezaron a salir los detenidos.

Y lo hicieron con los puños en alto, con los puños al viento, con el brillo de los ojos iluminando sus rostros, en medio del atronar de los aplausos, de los abrazos, de la risa, de una alegría desbordante que todo lo contagiaba…

Y de nuevo el atronar de los gritos, de los lemas, de las consignas, de las canciones revolucionarias… Ése es, justamente, el sabor de la victoria, cuando el tiempo se detiene y ese instante se hace eterno.

(Continuará…)

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