Memoria histórica acallada a hostias
La Iglesia y la represión
La tragedia de las víctimas de la Guerra Civil y de la dictadura de Franco se ha convertido en las últimas semanas en el eje de un debate social, político y judicial. Con ese recuerdo, ha revivido de nuevo ante nosotros el pasado más oculto y reprimido. Algunos se enteran ahora con estupor de acontecimientos que los historiadores ya habían documentado. Otros, casi siempre los que menos saben o a los que más incomodidad les produce esos relatos, dicen estar cansados de tanta historia y memoria de guerra y dictadura. Es un pasado que vuelve con diferentes significados, lo actualizan los herederos de las víctimas y de sus verdugos. Y como opinar es libre y la ignorancia no ocupa lugar, muchos han acudido a las deformaciones para hacer frente a la barbarie que se despliega ante sus ojos.
En realidad, por mucho que se quiera culpabilizar a la República o repartir crueldades de la Guerra Civil, el conflicto entre las diferentes memorias, representaciones y olvidos no viene de ahí, de los violentos años treinta, un mito explicativo que puede desmontarse, sino de la trivialización que se hace de la dictadura de Franco, uno de los regímenes más criminales y a la vez más bendecidos que ha conocido la historia del siglo XX.
Lo que hizo la Iglesia católica en ese pasado y lo que dice sobre él en el presente refleja perfectamente esa tensión entre la historia y el falseamiento de los hechos. «La sangre de los mártires es el mejor antídoto contra la anemia de la fe», declaró hace apenas un mes Juan Antonio Martínez Camino, secretario general y portavoz de la Conferencia Episcopal, en el fragor del debate sobre las diligencias abiertas por el juez Garzón acerca de la represión franquista. «A veces es necesario saber olvidar», afirma ahora Antonio María Rouco. Es decir, a la Iglesia católica le gusta recordar lo mucho que perdió y sufrió durante la República y la Guerra Civil, pero si se trata de informar e investigar sobre los otros muertos, sobre la otra violencia, aquella que el clero no dudó en bendecir y legitimar, entonces se están abriendo «viejas heridas» y ya se sabe quiénes son los responsables.
Franco y la Iglesia ganaron juntos la guerra y juntos gestionaron la paz, una paz a su gusto, con las fuerzas represivas del Estado dando fuerte a los cautivos y desarmados rojos, mientras los obispos y clérigos supervisaban los valores morales y educaban a las masas en los principios del dogma católico. Hubo en esos largos años tragedia y comedia. La tragedia de decenas de miles de españoles fusilados, presos, humillados. Y la comedia del clero paseando a Franco bajo palio y dejando para la posteridad un rosario interminable de loas y adhesiones incondicionales a su dictadura.
Lo que hemos documentado varios historiadores en los últimos años va más allá del análisis del intercambio de favores y beneficios entre la Iglesia y la dictadura de Franco y prueba la implicación de la Iglesia católica -jerarquía, clero y católicos de a pie- en la violencia de los vencedores sobre los vencidos. Ahí estuvieron siempre en primera línea, en los años más duros y sangrientos, hasta que las cosas comenzaron a cambiar en la década de los sesenta, para proporcionar el cuerpo doctrinal y legitimador a la masacre, para ayudar a la gente a llevar mejor las penas, para controlar la educación, para perpetuar la miseria de todos esos pobres rojos y ateos que se habían atrevido a desafiar el orden social y abandonar la religión.
La maquinaria legal represiva franquista, activada con la Ley de Responsabilidades Políticas de febrero de 1939 y la Causa General de abril de 1940, convirtió a los curas en investigadores del pasado ideológico y político de los ciudadanos, en colaboradores del aparato judicial. Con sus informes, aprobaron el exterminio legal organizado por los vencedores en la posguerra y se involucraron hasta la médula en la red de sentimientos de venganza, envidias, odios y enemistades que envolvían la vida cotidiana de la sociedad española.
La Iglesia no quiso saber nada de las palizas, tortura y muerte en las cárceles franquistas. Los capellanes de prisiones, un cuerpo que había sido disuelto por la República y reestablecido por Franco, impusieron la moral católica, obediencia y sumisión a los condenados a muerte o a largos años de reclusión. Fueron poderosos dentro y fuera de las cárceles. El poder que les daba la ley, la sotana y la capacidad de decidir, con criterios religiosos, quiénes debían purgar sus pecados y vivir de rodillas.
Todas esas historias, las de los asesinados y desaparecidos, las de las mujeres presas, las de sus niños arrebatados antes de ser fusiladas, robados o ingresados bajo tutela en centros de asistencia y escuelas religiosas, reaparecen ahora con los autos del juez Garzón, después de haber sido descubiertas e investigadas desde hace años por historiadores y periodistas. Quienes las sufrieron merecen una reparación y la sociedad democrática española debe enfrentarse a ese pasado, como han hecho en otros países. La Iglesia podría ponerse al frente de esa exigencia de reparación y de justicia retributiva. Si no, las voces del pasado siempre le recordarán su papel de verdugo. Aunque ella sólo quiera recordar a sus mártires.
Julián Casanova en El País, en 2008.
-11 años después, todo sigue igual…-