Democracia, sus jueces, sus asesinatos
Cuando Diego se suicidó tras la condena de un juez por “escándalo público”
El 6 de febrero de 1987, el joven de 21 años Diego Sánchez Molina, se ahorcaba colgándose de una viga en el corral de su casa, en Azuaga, Extremadura, días antes de ingresar en prisión condenado por “escándalo público”.
La trágica historia comienza un año antes, el 2 de febrero de 1986, en el hostal Las Conchas. Diego y su novia, María, se encuentran aquel mediodía en el local, tomando algo junto a otra pareja, sentados frente a una de las chimeneas del amplio salón. Es domingo y los jóvenes, ven la televisión, bromean y se besan.
“Cerca de nosotros había una pareja, unos niños que jugaban al futbolín y el juez, que no sabíamos quién era. Nuestro comportamiento era normal y, en determinado momento, Diego se levantó para sacar un paquete de tabaco de la máquina. Luego, cuando regresó yo puse una pierna sobre las suyas y Diego me dio un beso. Fue entonces cuando este señor, el juez, se levantó y fue a llamar a dos policías municipales que, vestidos de paisano, también se encontraban allí”
El juez de distrito de Azuaga, Antonio Navarro Castilla, se dirige a la pareja y recrimina su conducta: “Esto no se puede hacer en público”. El joven, asombrado de que alguien al que no conoce pueda censurarle de ese modo, responde airado: “Con mi novia, puedo hacer lo que me sale de los huevos”. Y el juez replica: “Por decir eso no vas a ir al calabozo, vas a ir a la cárcel”. Ahí comienza el calvario de Diego Sánchez Molina.
El juez, en aquel mismo momento, ordena a los policías municipales que detengan al joven y le metan en el depósito municipal: “No dejen entrar a nadie, solo a sus padres si quieren llevarle comida o mantas”.
Diego duerme esa noche en los calabozos municipales y a la mañana siguiente es trasladado al juzgado de Llerena, donde comparecerá junto a su novia y a la pareja amiga. El juez Antonio Navarro Castilla les ha denunciado por escándalo público y desacato a la autoridad. Argumenta que Diego y María se encontraban en el bar Las Conchas iniciando continuas “efusiones eróticas”. El juez de instrucción de Llerena, José Carlos Ruiz de Velasco Linares, deja en libertad a los otros tres denunciados pero decreta para Diego la prisión incondicional sin fianza, y apelando a la alarma social que, según él, ha suscitado el hecho, ordena el traslado inmediato a la prisión de Badajoz, ubicada a 148 kilómetros de la localidad.
Allí permanecerá ocho días, en los que sufrirá intentos de violación, robos y palizas que le marcarán hondamente. Al noveno día, el juez de instrucción dicta un nuevo auto, modificando el anterior, decretando la libertad provisional sin fianza de Diego Sánchez Molina. El joven salió de la cárcel de Badajoz destrozado. “Fuimos a buscar a Diego a la puerta de la cárcel. No parecía el mismo. Estaba muy delgado, traía barba… Parecía un desenterrao”. Alguien debe haber sugerido la conveniencia de dar un escarmiento a aquel joven de tanto coraje. Al regresar a casa, Diego padece frecuentes depresiones nerviosas.
La emboscada no ha hecho más que comenzar. Un mes después de retornar a su domicilio, el 17 de marzo, por orden del juez se procede al embargo del Renault5 propiedad del joven, con el objeto de cubrir la responsabilidad civil. Es todo lo que posee Diego. Pero su valor es nulo para el peritaje.
Según se acerca la fecha del juicio, el juez de distrito Antonio Navarro Castilla redobla los “consejos” y advertencias. “Nos decía que como aceptásemos que se hiciera una manifestación en el pueblo mandaría a Diego a la prisión de Zaragoza siete u ocho años”, manifiesta la novia del joven. Y otro tanto testimoniará su tía, María Quintana: “la madre nos decía que Zaragoza está muy lejos y que no íbamos a poder ir a ver a Diego. Badajoz está más cerca y así de vez en cuando le podremos visitar”. Los jóvenes acaban desistiendo, esperando de ese modo que la sentencia no sea severa. Hacen caso a la recomendación del juez de no llevar testigos al juicio, aunque quienes sí comparecerán en él serán los policías locales presentes en la detención.
El 24 de noviembre de 1986 la Audiencia Provincial de Badajoz dicta una sentencia que echa por tierra sus esperanzas. Condena a Diego Sánchez a cinco meses de cárcel, 30.000 pesetas de multa y siete años de inhabilitación para ejercer la docencia por un delito de escándalo público y otro de desacato a la autoridad. Y castiga a María Dolores Muñoz a dos meses de arresto, 20.000 pesetas de multa y tres años de inhabilitación para ejercer la docencia. La resolución del tribunal argumenta que Diego y María ofendieron “las buenas costumbres usuales, constituyéndose en indeseable espectáculo de actividades sugerentemente obscenas”.
El 6 de febrero de 1987 y ante su inminente entrada en prisión, Diego se suicida. El 12 de febrero se declara la huelga general en su localidad, denunciando el abuso judicial y exigiendo la inhabilitación del juez Antonio Navarro. Todo el pueblo se echa a la calle tras una pancarta con una sola palabra en mayúsculas: JUSTICIA. Las presión popular, las reacciones judiciales y políticas se suceden. Uno de los jueces firmantes de la sentencia, Julio Cienfuegos Linares, en un alarde de bellaquería corporativa manifiesta aún el 11 de febrero que “la condena era leve respecto a los hechos que habían ocurrido».
El juez, cuyo contrato había terminado el 3 de febrero, no volverá a pisar la localidad, pero jamás pagará pena alguna por su fechoría.
En octubre de 1987, el humorista José Luis Coll es procesado por desacato, a causa de un artículo publicado en Diario 16, titulado Ese juez, en el que criticaba al magistrado de Azuaga. Se le imponen 50.000 pesetas en concepto de responsabilidad pecuniaria. Y en febrero de 1988, la Audiencia Provincial de Badajoz deniega la admisión a trámite de la querella por posible prevaricación e inducción al suicidio, contra el juez Antonio Navarro.
“En España se han perdido las buenas costumbres. La gente no ha sabido responder al cambio democrático porque ahora se hace un uso nefasto de las libertades”, declarará el infame juez Navarro, aún el 12 de febrero, con el cadáver aún reciente del joven de Azuaga. “Si el muchacho se hubiera disculpado en público, yo habría retirado los cargos, pero no lo hizo, por chuleta. Les mandé detener mayormente por el insulto, por el principio de autoriad. Lo que no se puede aguantar en esta vida es la chulería de algunos que se creen los dueños del mundo”.
El ‘suicidio’ de Azuaga revela hasta qué extremo las instituciones funcionan como un conjunto de cepos concertado contra la disidencia social, y especialmente contra los jóvenes.
No son suicidios, son asesinatos, hemos gritado en los últimos años, frente al intento de privatizar el dolor colectivo de la marginación y los desahucios. Tampoco la muerte de Diego Sánchez Molina fue un suicidio, sino un crimen, un asesinato. La libertad y la dignidad siempre están asediadas por el poder, por los psicópatas con mando en plaza. Y por eso mismo, necesitan de la memoria, del recuerdo de quienes sufrieron y de quienes pelearon contra la injusticia.
Para huir de la muerte nos amaremos todos, enteros, sin horario y sin ley, sencillamente, cantó el gran Pablo Guerrero por los años setenta. Memoria y dignidad, para huir de la muerte.
Artículo completo, fotos, canciones en torno a Diego…
-Antonio Navarro Castilla estuvo cinco años sin plaza, hasta que en 1992 volvió a ejercer en Écija (Sevilla).
En 2009, en una entrevista, aún declaraba: «Volvería a actuar de la misma forma. Siempre intenté conocer los casos particulares de las personas antes de dictar sentencia para que las leyes no fuesen tan frías»
–https://www.elcomercio.es/gijon/20090531/gijon/juez-puede-independiente-esta-20090531.html