Repasando la historia
–435 días en huelga de hambre
«Los derechos del preso son tres en total: ver, oír y callar”. Cartel, en una cárcel chilena.
A principios de 1987 y en el verano de ese año respectivamente, se produce la aplicación de la Política de Dispersión contra los presos políticos, a los militantes de ETA y GRAPO encarcelados. En 1988, seis militantes comunistas se pasan 365 días aislados en la cárcel de Almería. No aguantan por más tiempo esta política de exterminio planificado y en agosto de 1989 se declaran en huelga de hambre indefinida. El PSOE trata de ganar tiempo en época electoral y Antoni Asunción Hernández –Director General de Instituciones Penitenciarias- promete a los presos la finalización de la Política de Dispersión si acaban con la huelga de hambre, que dura exactamente un mes. El acuerdo se tomó en presencia personal de la exmilitante del FRAP María Ángeles Granados -Subdirectora de Sanidad Penitenciaria- y de Manuela Carmena -Jueza de Vigilancia Penitenciaria-. La huelga termina, y como referencia a la promesa, Asunción declara a los medios de comunicación “ni voy a cumplirla ni pensaba hacerlo, pero de alguna manera había que acabar con la huelga de hambre” y dichos presos huelguistas y otros más del PCE(r) y GRAPO son de nuevo dispersados. Granados fue en meses posteriores ascendida a Directora General de Instituciones Penitenciarias y Asunción terminará como Ministro del Interior. Madrid sí paga traidores y mentirosos.
El 30 de noviembre de 1989, 62 presos políticos del PCE(r) y de los GRAPO (y de un anarquista durante 50 días), inician una huelga de hambre a muerte. El PSOE de Corcuera -Ministro del Interior- y de Enrique Mújica -Ministro de Justicia- obligan a los carceleros a ejercer su función represora -pero muchos se niegan a salir a los hospitales para atar a los presos-, a los médicos a alimentar a la fuerza a los huelguistas -un sector importante se negó, y otros colaboraron alegremente en esta forma de tortura extrema- y a los jueces a consentir todas las medidas de represión -pero varios se rebelan contra estas medidas-. Son enchufados como animales por todos sus poros, dispersados, apalizados en los traslados a hospitales, tergiversada su lucha en los medios de control de masas. Pero no contaban con los tres elementos fundamentales en la resolución del conflicto: la larguísima experiencia de los presos del PCE(r) y de los GRAPO en huelgas de hambre, torturas, palizas, chantajes y promesas no cumplidas; el que, a pesar de toda la guerra sucia, la denuncia recorriera y recogiera muchas muestras de solidaridad, sobre todo en Europa; y su total convencimiento militante de que “resistir es vencer, ganar al Gobierno en esta lucha por la dignidad o morir”. Se publica o filtra alguna de las condiciones en las que tienen a los revolucionarios huelguistas presos. Atados, esqueléticos, vigilados por policías armados hasta los dientes, sus familiares amenazados… y un largo etcétera.
El 24 de mayo de 1990, el actual Defensor del Pueblo, el sionista Mújica, declara que “la huelga de la hambre de los presos del GRAPO es ficticia” (sic). Como un mazazo de razón revolucionaria, al día siguiente, 25 de mayo, muere a los 177 días del inicio de la huelga de hambre a tumba abierta José Manuel Sevillano Martín, jornalero y militante de los GRAPO. A los 435 días de desarrollo de la mayor huelga de hambre desarrollada hasta aquel entonces en ningún lugar del mundo, los y las revolucionarias reciben un telegrama del Comité Central de su Partido, y la huelga finaliza el 13 de febrero de 1991.
No ganaron, y no lograron acabar con la dispersión, aunque lograron mucho respeto y simpatía obrera y popular; pero todo un Estado, con su policía, jueces, carceleros, médicos cómplices y su prensa servil, no pudo terminar con la resistencia de 60 comunistas españoles, vascos, gallegos, catalanes y canarios. Ni con sus organizaciones.