Guerra sucia, la del Estado terrorista:
José Miguel Beñaran Ordeñana «Argala». Asesinado el 21 diciembre de 1978 por el terrorismo de Estado.
Autobiografía de ARGALA
Autobiografía política de José Miguel Beñaran Ordeñana («ARGALA»), que incluye un relato de los avatares de ETA en los años sesenta y primeros setenta y su decisiva aportación teórica sobre la integración en una sola de las luchas por la independencia de Euskal Herria y por la revolución socialista.
Apareció por primera vez en 1977 impreso en francés como prólogo de la obra de Jokin Apalategi titulada Nationalisme et question nationale au Pays Basque 1830-1976. PNV, ETA, ENBATA. Editada por ELKAR en Bayona. El 1 de diciembre de 1978 Jokin Apalategi firma en Biarritz su propio prólogo a la traducción castellana de su obra explicando que ha añadido dos capítulos y que ha cambiado el nombre. Esa traducción castellana aparece impresa en 1979 con el título Los vascos de la nación al Estado. P.N.V., E.T.A, ENBATA. Editada también por ELKAR, en la portada se anuncia ‘Prólogo José Miguel Beñaran Ordeñana’. Ese prólogo es el texto que aquí transcribimos.
ARGALA murió siendo miembro de la dirección de ETA. Lo hizo el 21 de diciembre de 1978 en Anglet, cerca de Bayona, en la explosión de una bomba colocada en su coche por mercenarios contratados y pagados por la Presidencia del Gobierno de España (Servicio Central de Documentación, SECED, creado por el almirante Carrero Blanco). Mercenarios dirigidos por Jean Pierre Cherid, pieza clave en las distintas organizaciones que el Gobierno de España ha utilizado en su «guerra sucia» contra Euskal Herria, desde el Batallón Vasco Español (BVE) a los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL). ARGALA era objetivo prioritario marcado a los mercenarios por sus jefes españoles por su papel dirigente en ETA y en venganza por haber sido quien accionó la carga explosiva que el 20 de diciembre de 1973 voló por los aires al almirante Carrero Blanco, entonces Presidente del Gobierno de España.
ARGALA, siguiendo la mejor tradición marxista, fue un teórico clave para ETA y para todo el Movimiento de Liberación Nacional Vasco precisamente porque fue un militante y dirigente clave en la práctica revolucionaria. En un mensaje grabado dos días antes de su muerte para las Gestoras Pro Amnistía de su Arrigorriaga natal ARGALA decía:
«Se grita ETA HERRIA ZUREKIN (ETA, el pueblo está contigo) y yo no creo que ese grito sea negativo en la medida en que con ello no se trate de que ETA solucione los problemas de todos. Que evidentemente no puede solucionarlos. Este grito es positivo en tanto que sirve para que los militantes de ETA vean que gran parte del pueblo está con ella y comparte sus objetivos, que no están solos. Pero ni ETA ni Herri Batasuna ni KAS ni ninguna organización por grande que sea puede resolver los problemas de la clase trabajadora vasca. Únicamente el pueblo trabajador vasco puede solucionar sus problemas. Por eso yo creo que debemos organizarnos… Sólo un pueblo organizado puede conseguir los objetivos a los que aspira»
PRÓLOGO:
Cuando se me ha invitado a presentar este libro, consistente en un análisis teórico acerca del nacionalismo vasco, su concepción a través de la historia por las diferentes clases sociales existentes en Euskadi, su relación con el internacionalismo en la conciencia de la clase obrera, me ha parecido lo más indicado no hacer una presentación crítica –cada lector hará sin duda la suya–, sino un breve relato de mi experiencia política personal; de mi toma de contacto con la problemática nacional vasca y con la más especifica de la clase de nuestro país, el desarrollo de esa conciencia inicial a través de mi actividad política como militante de ETA en Euskadi peninsular y posteriormente como refugiado vasco en Euskadi continental.
Tratando de evitar que el objetivo de este relato pueda ser mal interpretado, debo aclarar que, desde luego, no consiste en dar a conocer mi biografía, sino tratar de aportar al lector un elemento de juicio vivencial –ni más valido, ni menos que el de cualquier otro vasco– en un intento de enriquecer con datos de la experiencia el trabajo teórico realizado por Jokin Apalategi.
Tampoco pretendo en modo alguno que mi experiencia personal sea susceptible de extensión a otras personas, por mucho que su evolución se haya podido producir en los mismos cauces organizativos. Por otra parte, considero que la experiencia sólo es racionalizable cuando se ha situado ya a cierta distancia en el pasado –e incluso en este caso su explicación puede ser diferente según el momento de la vida desde el que se la observa– con lo que su recuperación para el análisis adolecerá de la incapacidad para recoger determinadas circunstancias y elementos causales que se perdieran en el olvido sin tomar conciencia de ellos.
Nací en Arrigorriaga en 1949. Arrigorriaga –cuando yo residía en ella– era una localidad con una población que calculo en 8.000 habitantes, de los que una buena parte son inmigrantes de diferentes regiones y pueblos del Estado español. Próxima a la zona euskaldun del valle de Arratia, giraba no obstante exclusivamente en la órbita de la industriosa y comercial villa de Bilbao y sus alrededores, fuertemente integrada de emigrantes, por ésta y otras razones históricas, de habla casi totalmente castellana. Debido a ello, Arrigorriaga, fundamentalmente, era también de lengua castellana. El euskara era, hasta hace unos doce años, un idioma en vías de desaparición; conocido casi exclusivamente por el reducidísimo sector de los baserritarras, probablemente lo utilizaban en sus hogares, pero, por lo menos los jóvenes, se avergonzaban de hablarlo fuera de ellos., El conocimiento del euskara era, pues, más una causa de complejo de inferioridad que una razón para la afirmación nacional como pueblo diferenciado.
Mi padre, nacido en la misma localidad, era de origen obrero; trabajador desde la infancia y durante mis primeros seis años de vida trabajador y copropietario, junto con sus hermanos, de un pequeño negocio de carpintería que utilizaba un solo asalariado, quien, frecuentemente, fuera de horas de trabajo convivía con ellos en régimen familiar. Mi padre, hijo de euskaldunes, desconocía por completo el euskara. Mi madre, de origen baserritarra, se vio obligada, también desde niña, a acudir a las grandes villas a ofrecer sus servicios como «femme de menage», trabajo que realizó hasta su matrimonio. Vasco-parlante, no sé si por necesidades de convivencia con mi padre y su familia –todos habitaban una sola vivienda– o por un complejo de inferioridad muy extendido por aquel tiempo entre los vasco-parlantes –probablemente por ambas razones–, utilizaba en casa únicamente el castellano, por lo que hasta fechas recientes he desconocido el euskara.
Siendo niño aún, fortuitamente –mediante la lotería–, mi padre consiguió cierta cantidad de dinero, suficiente como para iniciar por su cuenta la construcción de viviendas, convirtiéndose de este modo en pequeño industrial de la construcción, nivel social en el que habría de permanecer hasta el día de su muerte.
Un factor fundamental durante mucho tiempo en mi educación seria la enseñanza recibida en la escuela. Estudiaba con admiración las hazañas de los conquistadores españoles y las llamadas cruzadas, considerando la perdida del imperio español como el lamentable resultado de un cúmulo de injusticias históricas realizadas por otras naciones como Inglaterra o Francia. José Antonio Primo de Rivera –fundador de la Falange– era considerado por mí como héroe nacional, y los rojos, como se denominaba en los libros de historia a todos los enemigos del franquismo, una horda de ateos, violadores y asesinos.
La cuestión nacional vasca jamas llegué a planteármela en la infancia de un modo positivo, si bien la conocía por mi padre y sus audiciones nocturnas de una emisora de radio prohibida cuyas emisiones quedaban semiahogadas en una mar de ruidos y pitidos que las convertían casi en ininteligibles.
Mi padre era patriota vasco, simpatizante del P.N.V., y yo patriota español y partidario de Franco por la paz que, tras los años de «revueltas y quemas de conventos», nos había dado a «todos los españoles». Debido a ello los enfrentamientos en casa se producían con relativa facilidad y, si jamás llegué a ser castigado a causa de ellos, fue simplemente gracias a que mi padre comprendía que discutía con un niño al que mejor que reprender era dejar crecer y madurar.
También mi familia paterna y sus relaciones –que constituía mi medio ambiente– eran casi en su totalidad nacionalistas vascos. Con frecuencia podría sentir ese extraño ambiente de conversaciones en la intimidad de los hogares, en los que se citaban los nombres de Sabino Arana, fundador del P.N.V., y José Antonio Aguirre, en aquel entonces presidente del Gobierno Vasco en el exilio. Pero todo esto, que sin darme cuenta iba impregnando mi subconsciente, era incapaz de combatir la enseñanza escolar, e incluso de plantearme problemas a los que de cualquier modo era aún poco sensible por mi corta edad.
De lo que, en cambio, guardo una viva sensación es de la imposibilidad para relacionarme con mi abuela materna. Ella apenas hablaba castellano y yo no conocía el euskara por lo que nuestras conversaciones jamás superaban de un breve intercambio de palabras sueltas. Habría de morir sin que llegásemos a tener una autentica conversación. Recuero también que cuando íbamos a visitarla, mi madre hablaba en euskara con su familia sin que yo llegase a comprender nada. Todo ello me hacía sentirme disminuido en el ambiente de aquellas esporádicas visitas, que más tarde comprendería era el de una gran parte de mi pueblo, la más auténtica.
Por otra parte, mi padre, a pesar de su nacionalismo sabiniano, era un ferviente admirador de la organización social de la U.R.S.S. y del comunismo en general, aunque quizá entendido de un modo un tanto particular, Esto hizo que los términos socialismo y comunismo, una vez liberado del lastre educativo recibida en la escuela, me resultaran una opción social más positiva que otras, a diferencia de la herencia anticomunista que demasiados vascos de todas las capas sociales han recibido del nacionalismo tradicional. La dificultad para acercarme a ellos se situaba en el terreno ideológico, pues era decididamente religioso.
Los amigos de mi padre eran obreros y mis amigos hijos de obreros, por lo que ése ha sido el ambiente social en que me he desarrollado; aunque hasta la adolescencia no haya estado capacitado para conocer la división de la sociedad en clases sociales. Tampoco serían estas relaciones las que me inclinasen a posicionarme con la clase obrera y optar por el modelo social marxista. Creo que mi evolución en este sentido se produjo en dos etapas.
La primera, caracterizada por tres elementos. negación del individualismo pequeño-burgués, condena de la explotación capitalista y correspondiente afirmación obrerista y visión idealista de inspiración religiosa de la sociedad.
Recuerdo como una vivencia continuada las preocupaciones económicas de mi padre en el desarrollo de su empresa. Para comenzar la construcción de un edificio, dependía siempre de la venta de los locales del anteriormente construido y de los créditos bancarios. Le recuerdo muchas veces solo en su despacho, preocupado hasta la angustia, cuyo contagio no podía yo evitar. Pronto comprendí que aquella competencia, aquella ley de la selva que rige las relaciones sociales entre empresarios, no podía aportar un mínimo de felicidad social –entendiendo la felicidad como yo la entiendo, lógicamente–; que era mejor colectivizar la propiedad para que los beneficios y las preocupaciones fueran de todos. Era tan fuerte en mí esta vivencia que no recuerdo haber deseado nunca continuar los negocios de mi padre a pesar de los beneficios que indudablemente reportaban. Quizá también yo era de animo débil, pues otros en situación semejante lo han hecho.
Desde que tengo uso de razón –es un decir– he tenido ocasión de contemplar la explotación de la clase obrera, aunque sin comprenderla como tal durante mucho tiempo. He visto trabajadores –vecinos míos– que tras una jornada laboral normal se veían obligados a «meter horas» en la construcción de mi padre u otras, y todo ello únicamente para alcanzar a sobrevivir junto con sus familias: Hacia los diecisiete años ingresé en una organización católica, denominada Legión de María, uno de cuyos objetivos era bucear en la miseria social para consolar a quienes se veían obligados a padecerla. A través de mi participación en ella, conocí lo que creía no existía en nuestro país, pero aún desconocía los motivos del sufrimiento que veía; lo que progresivamente se me fue haciendo evidente es que el consuelo no quita el hambre ni las enfermedades. Únicamente con las luchas obreras que en mitad de la década de los sesenta se produjeron en mi zona, y especialmente con la huelga de Bandas y la represión desatada durante el «estado de excepción» consiguiente, y la lectura de novelas sobre el tema del sacerdocio obrero llegué a la comprensión de la división social en clases con intereses opuestos.
Ya comprendía el problema, pero no conocía aún posibles soluciones válidas para resolverlos. Se me escapaba el carácter antagónico del enfrentamiento burguesía-proletariado, y en general toda la racionalización de la problemática social. Mi visión era puramente vivencial y su interpretación idealista. Debía estar con el que sufría y ayudarles, debía hacer algo por mejorar las condiciones de vida de los trabajadores, pero no alcanzaba a comprender la existencia de un modo de producción capitalista que causaba la explotación de la case obrera y la represión contra ella. Recuero que, por ejemplo, para sensibilizar frente a la guerra del Vietnam, poníamos en la puerta de la iglesia parroquial fotografías de niños muertas por las bombas. Pero lo que ni yo ni mis compañeros de aquel entonces comprendíamos con todas sus consecuencias, era que la guerra del Vietnam no era un mal en sí mismo, sino producido por el imperialismo americano en su lucha contra las justas aspiraciones de liberación nacional y social del pueblo vietnamita; y que la única solución posible estribaba en la derrota de las tropas norteamericanas en aquel territorio.
Sería poco más tarde, en una segunda etapa, cuando habría de sufrir una profunda transformación ideológica que me permitiese colocar en su lugar cada elemento del rompecabezas, Aficionado al estudio y necesitado de racionalizar mis experiencias, de comprender el por qué de las cosas, mi concepción religiosa de la vida, del hombre y de sus relaciones sociales entró en crisis, debido a que no me era suficiente para explicar ninguno de los problemas que se me planteaban. Comencé a estudiar la teoría marxista.
Ya para entonces se oía hablar de una nueva organización política patriótica y socialista que luchaba por la independencia de Euskadi, era E.T.A. Surgían las Ikastolas y aparecían jóvenes que cantaban en euskara. La cuestión vasca brotaba a la luz con toda su problemática. Nuestro pueblo, casi aniquilado, resurgía y su resurgir se dejó sentir también en Arrigorriaga. Comenzaron las clases nocturnas de euskara para adultos y los vasco-parlantes comenzaron a superar su complejo para mostrarse orgullosos de hablar el euskara.
Como resultado de ambos factores –estudio del marxismo y resurgir nacional vasco–, tomé conciencia clara de la existencia de Euskadi como nación diferenciada, integrada por siete regiones separadas por las armas de los Estados opresores, español y francés; de la división de la sociedad en clases enfrentadas por interés irreconciliables; de que Euskadi misma no era una excepción en este sentido, comprendí lo que fue la «evangelización de América» por los españoles y lo que fueron «las cruzadas», lo que fueron «los rojos» y el «glorioso alzamiento nacional»; que no se trata de que los ricos ayuden a los pobres, ni únicamente de que se aumenten los salarios de la clase obrera, sino de socializar los medios de producción; que para lograr la solidaridad social es precisa una profunda revolución cultural, y que para ello, no basta con la buena voluntad, sino que es precisa una transformación del modo de producción capitalista actualmente dominante por otro socialista; que para ello es preciso que la clase obrera obtenga el poder político; que un aparato de Estado no es neutral y que esto obliga a la clase obrera a destruir el Estado burgués para crear otro propio, que la burguesía recurre a las armas cuando ve en peligro sus privilegios, lo que induce a pensar que si la clase obrera no se plantea el problema en términos semejantes, tendremos ocasión de presenciar muchas matanzas y pocas revoluciones.
Iniciado este proceso de comprensión, que espero jamás llegue a considerar suficientemente maduro, se me planteó la entrada en E.T.A., y acepte.
A pesar de la dificultad de las relaciones orgánicas debida a exigencias de la clandestinidad en que debía desarrollarse nuestra actividad política, mi pertenencia a E.T.A. me permitió profundizar más en el conocimiento de la cuestión nacional y su relación con la lucha de clases. Pero fue fundamentalmente la escisión producida en torno a la realización de la VI Asamblea –declarada ilegal– la que, obligándome a revisar todos mis planteamientos antes de posicionarme, me permitió darles coherencia y confirmarme en su justeza.
La tesis defendida por el grupo denominado VI Asamblea consistía en que la opresión nacional sufrida por el Pueblo Vasco era una consecuencia histórica más del desarrollo social que tenía como motor la lucha de clases. En el proceso de consolidación del modo de producción capitalista, las burguesías de los Estados español y francés, buscando el dominio de mercados lo más amplios posible, habían separado Euskadi en dos pedazos y, tratando de homogeneizar sus respectivos mercados, tanto a nivel jurídico como lingüístico, habían destruido la peculiar organización jurídica vasca e intentado aniquilar la lengua, imponiendo por contra las culturas castellana y francesa, que de este modo se convertirán no sólo en dominantes, sino en las únicas permitidas. Superado el modo de producción capitalista, y no teniendo los trabajadores españoles y franceses –nueva clase hegemónica– ningún interés en mantener la opresión del Pueblo Vasco, ésta automáticamente tendería a desaparecer. Por lo tanto, el objetivo principal lo constituía el triunfo de la revolución socialista a nivel de los Estados español y francés. Para lograrlo lo antes posible, era necesario unificar a los trabajadores a nivel de Estado ya que es a este nivel al que se desarrolla la lucha de clases de un modo diferenciado. E.T.A. había defendido siempre la independencia de Euskadi y, según VI Asamblea, esta reivindicación dividía a los trabajadores vascos, por lo tanto, era preciso abandonarla y posicionarse por la autodeterminación nacional sin adoptar opción concreta alguna respecto a ella. La opción independentista, no sólo era contrarevolucionaria en cuanto que sembraba la división en el seno de la clase obrera y frenaba el proceso revolucionario, sino que además era pequeño-burguesa por cuanto representaba el intento de la pequeña burguesía vasca de convertirse en clase hegemónica del nuevo vasco a crear; intento por otra parte banal, visto el punto al que había llegado el proceso de desarrollo histórico. La opción independentista era, pues, reaccionaria además. Curiosamente –por lo repetitivo– y coincidiendo con esta tesis, se planteaba la lucha armada como un método elitista y de ambiciones mesiánicas que, intentando sustituir al necesario protagonismo de las masas obreras, no representaba sino la expresión de una pequeña-burguesía que se revolvía desesperadamente contra su inexorable marginamiento histórico. Siguiendo este esquema –y aunque jamás fuera dicho–, E.T.A. no representaba sino la versión anti-franquista, y por ello radical, de la política pequeño-burguesa del P.N.V.; y en definitiva, una organización llamada a ser asimilada por dicho partido una vez alcanzada la democracia política, si esto llegaba a producirse.
Estando de acuerdo con su análisis acerca del origen de la opresión del Pueblo Vasco, rechazaba por completo las consecuencias que de dicho análisis extraían. Su esquema, copia exacta del aplicado por Lenin en la U.R.S.S., lo encontraba erróneo en Euskadi. Los pueblos, y dentro de ellos cada sector, no optan en un momento, sino continuamente en un proceso a lo largo del cual pueden cambiar sus opciones si así lo aconsejase la realidad circundante. No era el Estado dictatorial franquista con su acerbo centralismo e imperialismo español la única causa de la existencia de la opción independentista, sino también la incomprensión históricamente demostrada por los partidos obreros españoles frente a la cuestión vasca. La opción independentista era la expresión política de la afirmación nacional de los sectores populares con conciencia nacional que iban día a día ampliándose. El Pueblo Vasco ha tenido ocasión de comprobar a lo largo de la historia que una revolución socialista a nivel de estado no es la solución automática de su opresión nacional; que los partidos obreros españoles están demasiado impregnados del nacionalismo burgués español. Por otra parte, el logro de la independencia exigía la derrota del Estado español por lo menos en Euskadi, es decir, una verdadera revolución política que sólo podía ser llevada a cabo por las capas populares bajo la dirección de la clase obrera, única capaz de asumir hoy en Euskadi con todas sus consecuencias, la dirección de un proceso de tal envergadura. Precisamente, este asumir la cuestión vasca por la clase obrera es lo que ha posibilitado el resurgimiento nacional de Euskadi.
Mis posteriores relaciones, como representante de E.T.A., con representantes de diversos partidos obreros revolucionarios españoles, no sirvieron sino para confirmar esta visión. Dichos partidos no entendían la cuestión vasca sino como un problema, un problema molesto que conviene hacer desaparecer. Siempre me pareció ver que la unidad de «España» era para ellos tan sagrada como para la burguesía española. Jamás llegaban a entender que el carácter nacional que adoptaba la lucha de clases en Euskadi fuese un factor revolucionario; por el contrario, no era para ellos sino una nota discordante en el proceso revolucionario español que aspiraban orquestar.
Con respecto a las relaciones entre Euskadi continental y Euskadi peninsular, el exilio me ofreció la ocasión de conocer directamente la problemática existente. Hasta entonces, mi opción frente a este tema obedecía más a razones históricas e ideológicas que a un conocimiento real de la Euskadi continental actual. No obstante, la experiencia no hizo sino confirmar mis hipótesis y dotarlas de una base más científica. Euskadi continental es una zona de casi nula industrialización; las bases de su economía lo constituyen las actividades del sector primario y las turísticas. Con una población que no sobrepasa el cuarto de millón de habitantes y marginada completamente de los centros económicos franceses, sufre una aguda emigración de mano de obra joven. Aunque el euskara es ampliamente conocido en las zonas rurales, e incluso algo en la costa, su participación junto a Francia en dos guerras de liberación nacional contra las potencias centrales y la inexistencia de clase social alguna capaz de marcar una dinámica nacional propia, ha tenido como consecuencia, que hasta hace aún pocos años la conciencia nacional fuese propiedad exclusiva de determinados sectores intelectuales. Pero la onda expansiva de la lucha de Euskadi peninsular, junto a la labor de dichos sectores intelectuales, ha producido una toma de conciencia cada vez mayor. El Estado francés supo ver el peligro que representaban ambos factores y declaró ilegales tanto a E.T.A. como a Enbata. Como sucede con frecuencia en tales casos, la medida no serviría sino para fortalecer el resurgimiento nacional y nuevas organizaciones habrían de brotar y extenderse, aunque lentamente. Por otro lado, es evidente que la única solución económica viable para Euskadi continental es su integración con la zona peninsular donde puede encontrar los capitales y la tecnología de que necesita para dejar de constituir una reserva turística y productora de mano de obra destinada a la emigración A pesar de las diferencias culturales creadas entre ambas zonas de Euskadi por dos siglos de separación forzada, la comunidad lingüística posibilita dicha integración Pude, pues, comprobar que, a pesar de lo incipiente del grado de desarrollo de la conciencia nacional en Euskadi continental, la unidad de ambas partes de nuestro pueblo no estaba sólo justificada por razones históricas, sino también económicas y que por todas ellas era posible. Por lo tanto, ambas zonas del país no habrían de caminar separadas en dos estrategias correspondientes a los estados en que se hallaban incluidas, sino que era preciso desarrollar una sola estrategia nacional y unitaria, aunque coordinando tácticas y etapas diferentes en correspondencia con la realidad de cada zona.
En cuanto a la lucha armada, mi interpretación acerca de ella tampoco se correspondía con la realizada por VI Asamblea. El hecho de que fuese practicada de modo minoritario no significa en modo alguno que expresase los intereses de la pequeña-burguesía vasca. Constituía únicamente la expresión más radical del descontento de las capas populares vascas y en especial de la clase obrera. La identificación de esta clase con quienes la practicaban comenzó a hacerse patente de modo evidente con ocasión del juicio de Burgos en diciembre del año 70. A partir de entonces, no haría sino crecer. La lucha armada era resultado de la convergencia de la opresión nacional y la explotación de clase que los trabajadores vascos –entendido el término en el sentido más amplio– sufrían bajo la dictadura franquista, y no podía sino desarrollarse en tanto ésta se mantuviese. La mayor o menor aceleración de su proceso de desarrollo obedecía a las condiciones de vida y formación ideológica histórica respecto a ella del pueblo Vasco.
La lucha armada tampoco frenaba las labores de organización de masas a otros niveles; por el contrario, al constituirse en el peor enemigo del régimen español, convertía el resto de formas de lucha en enemigos secundarios y más fáciles de admitir para el franquismo. Cierto que provocaba oleadas de represión sobre los sectores que trataban de organizar a las masas trabajadoras patrióticas, impidiendo su organización; pero ello no se debía a la lucha armada en sí, sino a la unidad orgánica que en E.T.A. se producía entre dichos sectores y los encargados de la práctica armada.
VI Asamblea se declaraba internacionalista y tachaba a E.T.A. de nacionalista pequeño-burguesa. Pero, ¿qué es el internacionalismo obrero? ¿Ser internacionalista exige a los trabajadores de una nación dividida y oprimida renegar de sus derechos nacionales para de este modo confraternizar con los de la nación dominante? En mi opinión, no. Internacionalismo obrero significa la solidaridad de clase, expresada en el mutuo apoyo, entre los trabajadores de las diferentes naciones, pero respetándose en su peculiar forma de ser nacional. Si las relaciones entre las fuerzas obreras españolas y las patrióticas vascas no han sido mejores no se debe a las justas exigencias de estas últimas, sino a la incomprensión y actuación oportunista mostrada por aquéllas frente a la cuestión nacional vasca. ¿El internacionalismo obrero exige que los trabajadores de la nación políticamente más avanzada frenen su ritmo para ir de la mano de los de las más atrasadas? Si fuera así, la humanidad estaría aún estancada. Si determinadas revoluciones socialistas e innumerables luchas de liberación nacional, de indudable signo progresista, han podido alcanzar el éxito se debe de modo muy importante a la existencia de países que no entendieron de aquel modo el internacionalismo obrero. E incluso más, la experiencia demuestra que cada país que triunfa sobre el capitalismo sienta las premisas para la extensión de la revolución socialista mundial porque no hay consejo más eficaz que el ejemplo. La mejor forma de cultivar el internacionalismo es avanzar el proceso revolucionario social, allá donde haya condiciones para ello.
El sector patriótico de la clase obrera vasca que no existía de modo consciente hace cuarenta años –lo que permitió que la dirección de la lucha nacional fuese ejercida de modo importante por la pequeña burguesía– existía ya en la década de los sesenta. La evolución de E.T.A. con sus bruscos saltos y desgajamientos en una y otra dirección, no expresaba sino la búsqueda de la afirmación ideológica y política de dicha clase en el seno de una realidad ocupada por sectores con intereses ajenos a ella.
La separación de la VI Asamblea sería decisiva en este sentido. A partir de ella, no se trataría ya de saber dónde se estaba sino cómo había de estarse. El que E.T.A. –entendida más como fenómeno político que como organización– no haya sido capaz, hasta fechas recientes, de comenzar a organizar a los trabajadores patriotas vascos de modo coherente no se debe a su, por algunos pretendido, carácter pequeño-burgués, sino a la inexperiencia política, lógica en un sector social que en Euskadi acababa de tomar conciencia de su identidad y lo tenía aún todo por aprender.
Precisamente la toma de conciencia de este sector social, constituido por los trabajadores vascos con conciencia nacional, es lo que permitía pensar en Euskadi como un marco autónomo para la revolución socialista que forzosamente habría de ir unida a la lucha de liberación nacional; con todas las dependencias respecto al resto de los Estados español, francés y mundial, que lógicamente existen.
La realidad posterior no ha hecho sino confirmar estas hipótesis. Las luchas obreras surgidas en Euskadi han tenido siempre su límite de generalización en el marco geográfico de la nación vasca; igualmente la lucha política ha tenido en Euskadi carácter diferenciado del resto de los estados vecinos. Ello ha obligado a los partidos de extensión estatal española, a considerar la conveniencia de descentralizar sus estructuras, creando órganos de dirección y siglas a nivel de Euskadi peninsular. Los partidos obreros españoles han dejado de ser el enemigo principal del estado para que este papel fuese ocupado por las fuerzas patrióticas obreras vascas y en especial E.T.A. Estas mismas fuerzas han servido de elemento revulsivo y radicalizador del proceso revolucionario de todo el Estado español, confirmando la justeza de la visión que E.T.A. ha tenido del internacionalismo obrero.
A pesar de la disimilitud entre Euskadi continental y peninsular, producida por las diferentes estructuras socioeconómicas y de formas de padecimiento de la opresión nacional, el proceso de aproximación entre ambas zonas es ya evidente –relaciones culturales, relaciones económicas intercooperativas, partido político extendido a ambas zonas– y su interrelación cada día mayor, contrarrestando la tesis de quienes las pretendían insertar, respectivamente, en los procesos francés y español e independientes entre sí. Por el contrario, debido a la interrelación antes citada, son los mismos aparatos de Estado español y francés quienes han comenzado a unificar su lucha contra el pueblo Vasco.
Una vez iniciado el proceso de descomposición del franquismo., E.T.A., lejos de engrosar las filas de las organizaciones pequeño-burguesas, ha dado lugar a la creación de partidos obreros; que además están demostrando ser capaces de impulsar a los sectores que representan a una práctica revolucionaria frente a la política reformista de quienes siembre se han auto-proclamado auténticos comunistas revolucionarios.
Hoy, frente a la doble solución –pequeño-burguesa vasca o socialista española– que se le presentaba al Pueblo Vasco en el primer tercio de siglo, un sector de la clase trabajadora está en condiciones de ofrecer una tercera vía: la revolución socialista vasca.
Tampoco debemos engañarnos: el triunfo de esta opción es difícil. Y sus principales obstáculos –con ser importantes– no van a ser únicamente los partidos burgueses –ellos sólo pueden alargar la lucha– ni la existencia de un elevado número de trabajadores sin conciencia nacional; el resurgir y extenderse de la conciencia nacional vasca, así como su asimilación por los inmigrantes, es un proceso largo, pero ya hoy lo suficientemente profundo como para considerarlo difícilmente reversible. Hoy quizá el mayor obstáculo consiste en el alto nivel de consumo existente en Euskadi peninsular –motor del proceso revolucionario vasco–, que puede hacernos olvidar que el objetivo de los trabajadores vascos no es consumir lo necesario y lo superfluo hasta el nivel de lo ridículo –y a la vez dramático–, sino transformar nuestras relaciones sociales de producción, haciéndolas fraternales y solidarias, y nuestras relaciones con los medios de producción apropiándolos y colocándolos a nuestro servicio; decidir qué queremos producir y cómo queremos distribuirlo; poder pensar y relacionarnos en nuestra lengua y crear nuestra propia cultura; en suma, ser hombres libres en un país libre. Esto constituye una revolución social y, para llevarla a cabo, es precisos que el poder político sea nuestro, sin sustituismos de ninguna clase; es precisos que se lo arrebatemos a las burguesías española y francesa que hoy lo detentan; es precisa una revolución política.
Por supuesto que las fuerzas políticas de la burguesía se opondrán a ella. Pero lo más triste seria que también lo hiciesen las fuerzas políticas representativas de la clase obrera española. Nosotros renunciamos a intentar determinar cómo ha de configurarse el proceso revolucionario español y muchos estaríamos dispuestos a ayudarles en su tarea.
Pero a cambio exigimos que a los trabajadores vascos se nos respete el derecho a decidir ya desde hoy cómo queremos construir el futuro, nuestro futuro.
La opción que hoy ofrece el sector patriótico de la clase obrera vasca no es únicamente una opción para Euskadi, sino indirectamente también para los trabajadores españoles y franceses en cuanto que la revolución socialista vasca no puede sino potenciar las de sus respectivos países. Ella constituye la mejor aportación que la clase obrera vasca puede hacer a los trabajadores de todo el mundo.
Si los partidos obreros españoles no lo comprendiesen así y buscasen frenar el proceso político vasco en un intento de integrarlo en el de sus respectivos estados, estarían haciendo un triste favor a los trabajadores vascos y a la clase obrera en general. La incomprensión que hasta el presente han demostrado a las peculiaridades de la lucha en Euskadi es consecuencia directa de su incomprensión de la existencia misma del Pueblo Vasco. Ella constituye precisamente el motivo de que el sector objetiva y subjetivamente más revolucionario de éste haya optado por la independencia y de que todo él tenga hoy una dinámica en ese sentido.
Entre el Pueblo Español hemos encontrado también auténticos revolucionarios que han sabido reconocer la existencia y los derechos de nuestra pueblo; pero desgraciadamente muy pocos. Si los partidos obreros españoles hubiesen sido como ellos, quizá hoy quienes defendemos la independencia de Euskadi hubiésemos optado por otra solución más unitaria. De cualquier modo, los pueblos caminan hacia su integración económica y política y los trabajadores debemos potenciar la solidaridad y unidad internacionales siempre que no nos obligue a sacrificar nuestra personalidad nacional. De ahí que, frente a la tarea de evitar enfrentamientos y borrar suspicacias entre los trabajadores vascos y los españoles y franceses e iniciar un proceso de acercamiento y ayuda mutua, han de ser estos últimos quienes dejen de pensar en términos de imperio y comprendan de una vez que los trabajadores vascos no somos españoles ni franceses, sino única y exclusivamente vascos, y que lo que nos une con ellos no es la pertenencia a una misma nación sino a una misma clase.
De: Red Vasca Roja.