Mujeres en todos los frentes.
Libro.
Teresa Claramunt.
Barcelona 1862 – 1931
Nació en Sabadell en el seno de una familia de cinco hermanos. Su padre, Ramón Claramunt, mecánico montador de hilaturas, fue un republicano federal. Claramunt casi no recibió educación. Ella misma se preocupó por su formación y en sus horas libres del trabajo fue a la escuela para aprender a leer y escribir. Desde muy joven, comenzó a trabajar como aprendiza en la fábrica textil de Vicenç Planas, donde estuvo varios años y se hizo una buena tejedora. Las condiciones laborales de la fábrica eran muy duras e inhumanas, con salarios muy bajos y jornadas de entre 12 y 14 horas.
Con apenas veinte años, en mayo 1883, participó por primera vez en una lucha que reivindicaba la jornada laboral de diez horas y que se saldó en un fracaso. La represión que siguió a la huelga llevó a la creación de diversos grupos clandestinos a los que se incorporó.
En 1884 contrajo matrimonio civil con el compañero de lucha Antonio Gurri Vergés, un tejedor de Granollers. Respecto a su vida privada Federica Montseny escribió:
«Teresa pasando la mitad de su vida en la cárcel y la otra mitad por caminos y carreteras sembrando a manos llenas la idea entre los humildes, los iletrados, los más pobres y desvalidos; Teresa teniendo aún tiempo, en medio de esta vida de lucha y de sacrificio increíble,de parir cinco hijos, de los cuales no le vivió ninguno, y varios de ellos nacidos en la cárcel”.
Después de la Huelga de las Siete Semanas, formó parte de la dirección del anarquismo sabadellense, asistiendo a las reuniones de la Federación de Trabajadores de la Región Española (FTRE), afiliada a la I Internacional, destacándose como una gran oradora. En 1887 participó en el congreso catalán de esta Federación, celebrado en Barcelona, como delegada del textil. En 1889 colaboró en la fundación de la primera organización de mujeres: la Sociedad Autónoma de Mujeres de Barcelona.
Desde entonces participó en numerosas conferencias en los círculos obreros de toda Catalunya. La mayoría de las veces los asistentes a estas conferencias eran perseguidos por la policía, por lo que con frecuencia las reuniones se realizaban por la noche y en los lugares más insospechados, como sótanos y descampados. En 1893, tras un multitudinario mitin anarquista, se produjeron enfrentamientos e intercambio de tiros con la policía. Por estos incidentes culparon a Claramunt, junto a otros anarquistas, siendo sometidos a un consejo de guerra. El tribunal militar condenó a Claramunt a cuatro meses de arresto mayor y una multa. Desde entonces las detenciones, dado su militancia activa en el anarquismo, se encadenaron casi sin interrupción convirtiéndola en blanco de la represión.
En junio de 1896, al paso de una procesión en Barcelona, estalló una bomba que causó seis muertos y 44 heridos. El gobierno quiso dar un escarmiento deteniendo a centenares de militantes obreros y clausurando centros obreros, publicaciones progresistas y escuelas laicas. El conocido como “Proceso de Montjuïc” fue dirigido principalmente contra el anarquismo, pero también contra aquellos que manifestaran simpatía por el movimiento obrero.
Claramunt fue detenida sin prueba alguna de su implicación en el atentado. Permaneció detenida tres meses en la cárcel de mujeres de Barcelona, sufriendo un trato inhumano y humillante por las monjas encargadas del centro penitenciario. Como castigo a su actitud rebelde fue trasladada al castillo de Montjuïc donde la metieron en un húmedo calabozo. Según ella misma relató, no había más que un jergón, ratas y una manta llena de piojos. Allí permaneció once meses esperando la celebración del juicio. Desde su celda envió informaciones a los diarios progresistas denunciando las torturas a los prisioneros y las condiciones inhumanas de la detención. El tiempo que pasó en aquel calabozo le dejó una parálisis progresiva y un temblor en las manos, que ya no le desapareció.
El consejo de guerra se celebró en diciembre de 1896 a puerta cerrada. Se dictaron ocho condenas a muerte y 67 penas de cárcel. Cuatro meses más tarde se rebajaron las penas de muerte a cinco y a 20 las penas de prisión. El resto, entre ellos Claramunt, fueron absueltos, pero castigados con la deportación al Sáhara español, al considerarlos un “peligro social”.
El “Proceso de Montjuïc” desató una gran campaña internacional de solidaridad con los presos coordinados por el Comité Revolucionario Franco-Español y el Spanish Atrocities Commitee (SAC) británico. El éxito de esta campaña obligó a que el gobierno español permutase el destierro al Sáhara por el exilio en el país que éstos escogieran. Claramunt, gracias a las gestiones del SAC, se exilió en Londres. Allí denunció las torturas sufridas y su condición de ser la única mujer encausada en aquel proceso.
Cuando en 1898 pudo regresar a Catalunya, continuó su participación activa escribiendo artículos para los periódicos El Productor y La Huelga General, donde se destacó como una gran propagandista. Participó en la huelga general de 1902 y en la de 1909. Con motivo de esta última huelga fue desterrada a Zaragoza. En 1911 fue detenida de nuevo y condenada a cuatro años de prisión en esta ciudad, por su participación en otra huelga general. En 1918, a su regreso a Barcelona, comenzó un tratamiento de la parálisis progresiva que venía sufriendo hacía años a consecuencia de las pésimas condiciones que tuvo que soportar en los años de cárcel. A pesar de su imparable deterioro físico, durante sus últimos años, aún participó en mítines como el último que dio en 1929. Murió a la edad de 69 años.
Teresa Claramunt escribió algunos artículos sobre la problemática de la mujer. En 1903 publicó el folleto Lamujer, consideraciones sobre su estado ante las prerrogativas del hombre. La importancia de sus escritos reside, entre otras cosas, en que fue la primera mujer obrera en plantear este tema. En sus textos, reivindicaba el derecho de la mujer a participar en situación de completa igualdad con el hombre en todas las esferas de la vida social. Sin embargo, no analizaba las causas de la opresión y la posición de inferioridad que sufre la mujer desde la perspectiva histórica, ni las consideraba determinadas por unas causas económicas imperantes, en particular, por la aparición de la propiedad privada, sino por el «principio de autoridad que el hombre se atribuye». Para ella, la superioridad masculina, basada en la fuerza física, habría perdido su razón de ser en una sociedad altamente industrializada donde «el esfuerzo muscular no se cotiza a ningún precio desde que los brazos de hierro relevan a los del hombre». Este análisis la condujo a achacar la culpabilidad de la explotación de la mujer, tanto al hombre en general como al sistema social existente.
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