La Transición no terminó con el franquismo, lo camufló
“El franquismo no es una dictadura que finaliza con el dictador, sino una estructura de poder específica que integra a la nueva monarquía”, escribe José Acosta Sánchez en su libro “Crisis del franquismo y crisis del imperialismo”. Y efectivamente, durante la Transición nunca se llega a producir una auténtica ruptura democrática, un corte histórico significativo con el Régimen del Caudillo. En ningún momento se aborda la depuración del aparato de Estado. Políticos que desarrollaron una carrera muy notoria durante la dictadura son los encargados de dirigir el cambio. Y en ese proceso de adaptación de las estructuras franquistas a los nuevos tiempos, policías, jueces y militares continúan siendo los mismos.
Los mandos del Ejército que ejercieron de oficiales con Franco incorporan nuevas estrellas a sus bocamangas al amparo de la Monarquía, los implacables jueces del Tribunal de Orden Público prosiguen su ascenso en los nuevos tribunales de excepción que surgen, y los torturadores de la antigua Brigada Político-Social mantienen sus siniestras trincheras en los sótanos de la Dirección General de Seguridad. El habitual “aprobado por aclamación” de las Cortes franquistas se sustituye por el sacrosanto “consenso” y el silencio oficial continúa apoderándose de muchos asuntos esenciales de la vida política.
Series hagiográficas de televisión, numerosos libros e infinidad de suplementos impresos se encargan de mitificar la mentira y tergiversar los hechos históricos, otorgando un protagonismo estelar, el de incuestionables padres de la democracia, a turbios personajes cuyas elocuentes biografías también quedan convenientemente maquilladas. Pero los verdaderos protagonistas de la Transición no son los políticos profesionales, sino los detenidos y torturados, los miles de encarcelados y, sobre todo, los luchadores muertos.
Ya en 1977, el dibujante Carlos Giménez encabeza una de sus rotundas historias gráficas, publicada en la revista El Papus, con un título que hoy conserva absoluta vigencia: “Recuerda”. La doble página comienza con una viñeta en la que los carteles electorales se enseñorean de la calle, mostrando a políticos sonrientes bajo el lema: “los hombres que hacen posible la democracia”. En los dibujos posteriores se pueden ver un fusilamiento, el interrogatorio de un detenido destrozado por la tortura, una galería de presos políticos, el asesinato de un joven, que es acribillado por la policía mientras realiza una pintada, y a manifestantes reclamando “amnistía y libertad”. En la última viñeta, “los hombres que hacen posible la democracia” ya han cambiado: no aparecen las caras sonrientes de los políticos, sino las víctimas de la represión.
La crónica de los primeros años de la Transición publicada en El Papus constituye una de los más certeros análisis de ese momento histórico que han quedado impresos. Para intentar acabar con la lucidez de sus cronistas, un grupo de extrema derecha hace explotar una bomba en la redacción de la revista, en 1978, asesinando a Juan Peñalver, conserje del edificio. Varios jueces del antiguo Tribunal de Orden Público franquista, instalados en los nuevos órganos judiciales de la Monarquía, se encargan de amparar a los criminales.
La imagen oficial de la Transición se ha construido sobre el silencio, la ocultación, el olvido y la falsificación del pasado. Una y otra vez se vuelven a dibujar las claves políticas de aquellos años como un juego de mesa, como una especie de partida entre destacados franquistas que, de repente, se transforman en demócratas y tienen que enfrentarse con el “búnker” fascista. En esa opereta, los miembros de la oposición controlada actúan como artistas invitados. Tras contemplar semejante cuadro, parece que la lucha en la calle nunca ha existido. Una y otra vez se renuncia a reivindicar una parte fundamental de la historia reciente: más de cien militantes de izquierda fueron asesinados, entre los años 1976 y 1980, en manifestaciones o atentados. Por la policía, la Guardia Civil y la extrema derecha instrumentalizada desde el poder.
Son los propios franquistas quienes diseñan el cambio y se reparten los papeles en la obra que ellos mismos dirigen. La Transición se convierte en la metáfora de un interrogatorio policial. Eso que los funcionarios de la Brigada Político-Social sabían hacer a la perfección. Para apuntalar sus planes, los reformistas que ejercen de “policías buenos” piden constantemente sumisa colaboración a los opositores “sensatos”. Con un claro aviso añadido: en caso contrario, pueden intervenir los incontrolados “policías malos”. Y será peor para todos.
Ese sistema de presión resulta muy conocido para todos los detenidos que han pasado por la Dirección General de Seguridad y lo han sufrido. En su estrategia, los cerebros del cambio se sirven de la extrema derecha que asesina en la calle, del búnker político franquista y del miedo al ruido de sables. Y en caso de que algo se les vaya de las manos, utilizan el recurso habitual: la policía y la Guardia Civil. “El peligro de involución” les viene bien para exigir a la oposición que se doblegue una y otra vez, antes de haber llegado a alcanzar sus reivindicaciones mínimas.
Los franquistas con voluntad de perpetuarse en el poder saben que, por necesidad histórica, tienen que cambiar algunos elementos de la estructura política del Régimen, pero sólo están dispuestos a hacerlo después de haber desactivado previamente al enemigo. La dictadura aún puede seguir conteniendo, hasta cierto punto, el empuje del movimiento de masas, pero cada vez con mayor dificultad y a cambio del aislamiento exterior de la clase dominante. Así que muchos de los que han apoyado abiertamente, hasta ese momento, el totalitarismo franquista –desde Fraga o Pío Cabanillas, hasta Suárez y Martín Villa- se van despegando de él para reconvertirse en partidarios de la evolución controlada del propio Régimen.
Poco a poco, acreditados detractores de la democracia y el pluralismo se empiezan a manifestar a favor de iniciar el camino hacia un sistema parlamentario de corte europeo occidental, con partidos y sindicatos legalizados. Pero para llegar a ese punto, primero hay que debilitar a las fuerzas más organizadas de la oposición y al movimiento sindical. Cada paso en el proceso de apertura tiene que conllevar, necesariamente, una cesión por parte de los opositores que aspiren a participar en el nuevo juego. Y las reglas las imponen ellos, los franquistas. La consigna está clara: reformar el Régimen, pero impedir a toda costa que se produzca una ruptura. Eso podría acabar con los propios intereses de futuro de quienes apadrinan el cambio.
En 1973, el “opositor” monárquico Joaquín Satrústegui, que cuatro años más tarde se convertirá en senador por designación real en las primeras Cortes elegidas en las urnas, declara en Roma: “Esta táctica (sic) no tendría razón de ser si no existiera una oposición reformista, con la ayuda de la cual debemos tratar de controlar y evitar la movilización mayoritaria y la situación que se podría dar después como consecuencia de ella”. Y añade, con claras dotes proféticas: “Hay que domeñar, a costa de lo que sea, a los comunistas, sobre todo, y, más importante aún, hay que integrar a sus dirigentes en nuestro proyecto, para que sean ellos mismos los que controlen y eviten la violencia de las huelgas y las revueltas estudiantiles, sobre las que tienen una gran autoridad e influencia. Hay que evitar a toda costa que se proclame la República de nuevo”.
Carrillo entiende perfectamente este mensaje y pronto acaba aceptando la Monarquía y haciendo de policía desmovilizador en su importante área de influencia. Por orden de su secretario general y por primera vez en la historia, las bases del PCE se ven obligadas a enarbolar la bandera de la monarquía borbónica, la misma que presidía los consejos de guerra franquistas, y también a enfrentarse con quienes se empeñan en seguir esgrimiendo la enseña tricolor. En más de una ocasión se puede ver a curtidos militantes comunistas cumplir esa insólita y amarga misión con los ojos empañados: “Por favor, compañero, vamos a intentar que no haya problemas… Tengo que hacer esto por disciplina de partido, entiéndelo”.
La Revolución de los Claveles portuguesa del 25 de abril de 1974 constituye una llamada de atención fundamental para los franquistas con mayor visión de futuro. Un hombre del búnker, Utrera Molina, ministro Secretario General del Movimiento en esa fecha y hoy suegro del alcalde de Madrid, Alberto Ruiz Gallardón, confiesa a Victoria Prego en un capítulo de la serie sobre la Transición que la periodista elaboró para TVE: “Yo juzgué que había que tomar nota y anticiparse. O una de dos, o vigorizábamos nuestras instituciones y las modernizábamos, poniéndolas al día, o perderían definitivamente su espacio de futuro”.
En su libro “De Franco a Juan Carlos I”, José Luis Mendizábal señala que una de las condiciones básicas de la reforma es la de “recuperar para esta singular derecha democratizadora el mayor número de servidores del aparato del Estado franquista. Y lo cierto es que, durante la Transición, las nuevas instituciones que van surgiendo coexisten con organismos engendrados por el franquismo. Y los personajes que han hecho carrera en éstos se trasvasan con toda naturalidad a los primeros. La alta burocracia, los jueces, la policía y los mandos militares permanecen en sus puestos. Y con ellos, una gran cantidad de hábitos antidemocráticos y de mecanismos represivos. Se mantienen los servicios secretos del fascismo, dirigidos por funcionarios que han hecho toda su carrera dentro de ellos, cambiándolos sólo el nombre. Y continúan espiando, sin ningún tipo de control, las conversaciones telefónicas y la correspondencia”.
Otro de los rasgos significativos del proceso de fabricación política de una derecha parlamentaria, a partir del franquismo de camisa azul, es la promoción simultánea de una extrema derecha violenta y golpista, sobre cuyas espaldas van a reposar todas las culpas del fascismo durante la Transición. Pero incluso en este caso, sin que tampoco se deriven responsabilidades penales para los ultras por sus actos criminales, salvo en muy pocos casos. Policías y jueces les echan una mano. De ese modo, los “policías malos” de este gran montaje son, “exclusivamente”, un puñado de locos marginales, encuadrados en grupos de fanáticos franquistas. Eso sí, dirigidos por los funcionarios policiales del antiguo régimen, que se perpetúan en la Transición, y por los servicios de información surgidos del propio aparato franquista. Los ultras asumen a la perfección su papel criminal y llevan a cabo decenas de asesinatos desde 1976 hasta 1980. La mayor parte de ellos quedan impunes.
Durante ese periodo, el movimiento popular afronta constantes y peligrosos pulsos en la calle, enfrentándose contra las fuerzas policiales para conseguir la ruptura democrática. Pero los franquistas renovados tienen claro que para que triunfe la reforma controlada hay que acabar con la resistencia organizada y buscan establecer un “consenso” con las direcciones de los grupos que tiene mayor influencia en la izquierda. No obstante, no les resulta fácil la tarea de desmontar las estructuras populares que se han ido creando durante los últimos años del franquismo, políticas, vecinales y sindicales, ni siquiera con el apoyo de tan acreditados colaboradores. La lucha por la amnistía y la ruptura sigue movilizando a un sector importante de la oposición.
La liquidación de los movimientos populares está en el origen de la partitocracia corrupta que se acaba imponiendo y que ahora está llegando a su máximo nivel de podredumbre. El sistema electoral diseñado y el propio funcionamiento del Congreso de los Diputados contribuyen decisivamente a provocar un corte entre los políticos profesionales y sus votantes. Eduardo Haro Tecglen, en su columna de El País, el 12 de mayo de 2004, escribe: “La ley D’Hont favorece los grandes partidos y disminuye los pequeños; es contraria al pluralismo y se adoptó para continuar el franquismo a base de dos partidos únicos”.
Las exigencias básicas de la Junta Democrática, organismo unitario presentado en París en 1974, con el auspicio del PCE, van perdiendo brío sólo dos años después de su creación, a medida que la Transición avanza. Se renuncia a la “formación de un gobierno provisional”; la “amnistía total” se consigue gracias a manifestaciones populares convocadas sin el apoyo de los partidos mayoritarios de la oposición, en las que las calles se tiñen con la sangre de muchos jóvenes estudiantes y obreros; la “independencia judicial” se olvida para siempre y, por supuesto, no se vuelve a plantear uno de los puntos clave de la plataforma reivindicativa de la Junta: la “celebración una consulta para elegir la forma de Estado: monarquía o república”. Queda sellado un pacto en el que se acuerda no remontarse a la guerra civil y a los años de represión posteriores, se pretende enterrar la memoria histórica del periodo republicano y la ilegitimidad originaria de la monarquía juancarlista.
Los atentados de la extrema derecha y las amenazas de golpe son una constante durante la Transición. El fantasma de la involución convierte en “salvadores” del proceso de cambio a los franquistas reformistas y al Rey. García Trevijano, uno de los fundadores de la Junta Democrática, en su libro “El discurso de la república”, escribe: “Cuando se propaga el temor social a un peligro inexistente es porque la clase o el partido gobernante están en peligro real de perder el poder. Y echando sobre el pueblo el miedo propio consiguen una nueva legitimación para seguir dominándolo. Esto sucedió al final de la dictadura, con la cínica propaganda de un peligro irreal de guerra civil, para justificar el consenso moral de la transición contra la ruptura democrática”.
Efectivamente, las propias direcciones de los grandes partidos, que ya buscan su propio espacio político concreto, propagan de forma interesada el mensaje de que es necesario el pacto de las fuerzas predemocráticas con el régimen franquista para abortar el supuesto peligro de un nuevo enfrentamiento entre españoles o la instauración de una dictadura militar, cuando aún no se ha terminado la vieja. La Transición democrática se convierte en el silencio de los corderos.
Continúa García Trevijano: “Basta constatar que la clase trabajadora se encuentra hoy más alejada del poder político y del poder social que cuando murió el dictador, y que el estatus de sus dirigentes ha subido, para saber que el Partido Socialista, el Partido Comunista y los sindicatos sacrificaron esos intereses sociales a la ambición personal de sus aparatos de entrar en el reparto patrimonial de los cargos y presupuestos del Estado, de los que han hecho su modo de vivir. Y todas las ambiciones se basaron, además, en la miserable mentira de la reconciliación nacional entre franquistas y demócratas para evitar una guerra civil imaginaria”.
A partir del referéndum que aprueba la Ley de la Reforma Política, millones de españoles se entregan con entusiasmo a la tarea de mantener en el poder, en nombre de las nuevas libertades, a las mismas personas que las han reprimido durante muchos años, desde el Movimiento, la policía política, la judicatura, la televisión y la prensa de la dictadura. “Se fundieron en un solo cuerpo, como en el monstruo de las dos espaldas, el rostro atroz de la tiranía y la cara dura de la ambición clandestina. A ese monstruo se le llamó consenso”, concluye García Trevijano.
Los vaivenes que experimentan las trayectorias políticas protagonizadas por los principales diseñadores de la Transición son casi idénticos. De origen falangista, flirtean con el Opus en el momento oportuno y no les afecta la debacle de MATESA, por su estratégica situación en puestos importantes pero todavía secundarios del sistema. Visten de nuevo la camisa azul y se la quitan justamente cuando la maquinaria franquista chirría por todas partes y se presagia su destrucción. Con juegos de manos tan admirables, esta generación de políticos consigue salvar para el futuro muchas piezas de la estructura del Régimen. Personajes que provienen del franquismo más azul, como Martín Villa y Fraga, han seguido detentando cargos relevantes en la vida pública hasta hace muy poco.
El primer gran acto de consenso “oficial”, después de las elecciones generales de 1977, lo constituye la firma de los Pactos de La Moncloa, que incluyen unos acuerdos de contenido político y otros de contenido económico. Se suscriben el 25 de octubre de 1977. Dentro de la lógica habitual del suarismo, la ceremonia de rúbrica, encabezada por el presidente de Gobierno, es solemnemente retransmitido en directo a través de RTVE. El peso de los acuerdos –en la práctica un plan de estabilización- recae sobre los trabajadores y hay numerosos brotes de contestación.
Los Pactos suponen la cesión de numerosas conquistas obreras conseguidas a lo largo de años de lucha. Se fijan topes salariales muy por debajo del aumento del índice del coste de la vida, y además se aplican con carácter retroactivo. También se facilita el despido. Desde entonces, la debilidad del movimiento obrero es cada vez mayor. Aquí se marca el punto de inflexión entre el sindicalismo reivindicativo y la burocratización subsidiada por el propio Estado. Carrillo vende la necesidad de apoyar los Pactos, como siempre, por “el peligro que se cierne sobre la democracia”, y uno de los suyos, Carles Navales, destacado sindicalista del CCOO en el Baix Llobregat, añade años más tarde: “A la clase obrera española hay que reconocerle que priorizara la necesidad de consolidar la democracia, aunque ello fuera a costa de perder muchos puestos de trabajo”. Las cifras son reveladoras: el número de ocupados españoles, 12,5 millones en 1977, desciende continuamente durante los doce años siguientes. José Luis Leal, ministro de Economía de Suárez, también agradece a los dirigentes de la izquierda su labor de neutralización del movimiento obrero, en un artículo publicado en El País, el 25 de octubre de 2002, con motivo del 25 aniversario de los Pactos: “El compromiso de los líderes políticos del momento hizo posible la neutralización política de los previsibles efectos sociales del ajuste económico”.
Se producen paros y manifestaciones en rechazo de los acuerdos y, como es habitual durante la Transición, las intervenciones de la policía provocan numerosos heridos. El día 12 de diciembre muere en Tenerife Jesús Fernández Trujillo, por disparos de la Guardia Civil, durante una jornada de huelga general.
Cada nueva muerte provocada por la ultraderecha o por la represión policial lanza a la gente a la calle y, paralelamente, arroja cada vez más en brazos de los franquistas reciclados a Carrillo y otros representantes de la oposición. La táctica de los reformistas, empeñados en desactivar al enemigo, funciona a la perfección. Al final, no hay ruptura, ni corte histórico, ni depuración de los aparatos represivos. Franco, a través de sus más directos herederos –el Rey, Suárez, Martín Villa…- comanda la Transición. Con la aquiescencia de los políticos opositores, se echa un telón sobre las innumerables víctimas del ilegítimo Régimen surgido del golpe militar del 18 de julio de 1936.
Alfredo Grimaldos
Las claves de la Transición 1973-86 (para adultos)
Editorial Península