Artículo de Juan García Martín
Publicado en El Otro País, nº 83, octubre 2017
Los temores del pequebú
Juan García Martín / Preso político del PCE(r) en Puerto III
La clase de los capitalistas rara vez reconoce a la clase obrera como su enemigo estratégico y, menos aún , el temor que le produce el que los obreros se organicen sindical y políticamente para la defensa de sus intereses inmediatos y sobre todo futuros.
De hecho, los capitalistas utilizan sistemáticamente todos los medios educativos y propagandísticos de los que dispone su Estado para a) negar la existencia de clases antagónicas en la sociedad y b) que los obreros no sepan que son obreros, es decir, que no tengan conciencia de ser la clase productora de la riqueza social, riqueza que le es robada legal y sistemáticamente por medio de la plusvalía; una clase, además, llamada a destruir este sistema de moderna esclavitud y la única que puede construir algo nuevo, el socialismo, sobre sus ruinas.
En los terrenos de la propaganda, el lenguaje es un arma más.
Así vemos que para emborronar la existencia de dos clases fundamentales en la sociedad, burgueses y proletarios, en los medios se utilizan profusamente términos como “clase política”, “clases suburbanas”, “clase periodística”, “clase estudiantil” o, especialmente, “clase media” y “clase trabajadora”. De esta forma, cualquier grupo social o profesional pasa a ser una “clase” y la sociedad actual un enigmático y complejo entramado “clasista” sólo accesible a los expertos.
Merece la pena pararse en un concepto que se generalizó en el siglo XX, la llamada “clase media”. Qué puede ser esta clase o en medio de quien está es asunto que parece interesar poco. Sin embargo, ¿existe una tal clase?, ¿quiénes la componen?, ¿qué intereses comunes les aglutina?
Asalariados bien pagados, funcionariado, empresarios o campesinos pequeños y medios, intelectuales y profesionales, autónomos, aristocracia obrera… todos estos grupos están representados en este batiburrillo que, en el fondo, se define más por criterios cuantitativos (su nivel de vida) que cualitativos y que ha alcanzado su mayor éxito social como los beneficiarios del llamado “Estado del bienestar”. Lo cual, por cierto, tiene su talón de Aquiles: ha bastado que estalle la crisis económica y que se desinfle el “bienestar” para que salten todas las alarmas: ¡la “clase media” está desapareciendo! (…y no en combate precisamente).
Todo ello muestra que tal “clase” es un invento de la propia burguesía para crear la ilusión de que existe una especie de airbag entre ellos y los obreros, al mismo tiempo que fomenta la división entre estos últimos, entre unos pocos privilegiados y la “chusma obrera”.
El marxismo ya acuñó un término más apropiado para este sector social interclasista: la pequeña burguesía, situada con un pie en la clase burguesa (una aspiración) y otro en la proletaria (una amenaza), siempre vacilante en lo político y temerosa de perder las ventajas que tienen a bien concederles “los de arriba” o de verse arrastrada a la radicalidad por “los de abajo”. De esta pequeña burguesía se alimenta principalmente la “izquierda institucional”, la vieja (por ejemplo, PSOE o IU) y la nueva (p.e. Podemos).
A la pequeña burguesía se le ha vapuleado tanto desde los tiempos de Marx por su carácter vacilante y oportunista (los famosos “filisteos”) y arrastra tantas lacras sociales y políticas que ve como un insulto el que se le llame por su nombre (recordemos los ridiculizados “pequebus” de la literatura latinoamericana). Pero, claro, tampoco pueden ni quieren llamarse obreros, así que se sacaron de la manga un nuevo término: todos forman parte de ¡la clase trabajadora!
Tan poco riguroso como la ilusoria y difusa “clase media”, sin embargo hablar de “clase trabajadora” tiene una ventaja: con lo de “trabajadora” la pequeña burguesía aparenta desvincularse de los capitalistas y meterse en el mismo saco que los obreros lo cual, de paso, facilita el influenciarles valiéndose de su supuesta superioridad intelectual.
Además, bajo ese paraguas acogen también a los crecientes y numerosos asalariados del sector servicios, mayoritario en las modernas sociedades capitalistas. No hay que extrañarse de que los sindicatos y la mayoría de los partidos “de izquierda” hayan asumido entusiásticamente lo de “clase trabajadora” como una forma de captar para sus escuálidas filas nuevos afiliados entre esos asalariados. Hoy este término ha sustituido plenamente en el discurso político y sindical a los de proletariado o clase obrera (¡vaya antiguallas!).
Pero ¿realmente existe una “clase trabajadora”? Para analizar la cuestión vayamos a lo más básico de lo que define a una clase social: tener unos intereses inmediatos y futuros comunes, intereses derivados del lugar que ocupan en la producción. Ahora podemos preguntarnos, ¿todos los que trabajan, por el simple hecho de trabajar, ya constituyen una clase? Porque, por ejemplo, trabajar… ¿acaso no trabajan, ¡y de que forma! el propietario de un taller, de una tienda o de una explotación agrícola o ganadera? Sin embargo, existe una diferencia fundamental con sus asalariados: estos últimos sólo trabajan y producen, no poseen nada, no se llevan los beneficios ni los productos de su trabajo; de hecho, cuanto menos ganen, más ganarán sus empleadores.
Por lo demás, los obreros ningún interés tienen en defender la persistencia de la propiedad privada de los medios de producción (antes al contrario), mientras que los pequeños capitalistas y campesinos, por muy asfixiados que estén por la banca o los monopolios, se aferran a su propiedad como si les fuera la vida en ello.
El absurdo de esta “clase trabajadora” lo vemos cuando incluye, junto a los obreros y otros asalariados, a esos nuevos “trabajadores” conformados por policías, guardias de seguridad, carceleros, militares, etc. Estos “compañeros” es evidente que, por muchas horas de trabajo que echen, no tienen nada en común con los verdaderos trabajadores, con los que sí sería justo llamar “las clases trabajadoras”; antes al contrario, su papel en la sociedad es mantener y defender los privilegios de los explotadores y su Estado y, por tanto, reprimirles.
La pequeña burguesía, se proclame “clase media” o “clase trabajadora”, no tiene los mismos intereses estratégicos que la clase obrera, por más que haya ocasiones críticas en que converjan. En el fondo, comparte con la “gran burguesía” su interés por perpetuar el sistema capitalista… siempre que le dé el espacio y las oportunidades para poder medrar, claro, cosa que no siempre ocurre. De ahí sus intentos por dar un “rostro humano” a esa máquina de exprimir que es el capitalismo monopolista y por dulcificar las aristas represivas y fascistas de su Estado; de ahí que se conviertan en los adalides de las reformas “democráticas” destinadas de hecho a perfeccionar el propio sistema. Como escribía Marx en su crítica a Proudhon, el pequeño burgués entiende la contradicción como el lado bueno y el lado malo de las cosas; consecuentemente, para ellos la política consiste en quitar lo malo y quedarse con lo bueno.
No hace falta irse tan lejos para encontrar ejemplos de esta forma de hacer política: ahí vemos a los dirigentes de Podemos erigiéndose en los “verdaderos defensores del Estado de Derecho” y de “la dignidad de las instituciones”, poniéndose como objetivo “recuperar la democracia” sin quedar claro si se trata de la democracia de los Pactos de la Moncloa, la de los GAL o la del Pacto de las Azores.
Sin embargo, corren malos tiempos para la pequeña burguesía y su política reformista. Castigada económicamente por la crisis y la rapacidad de los monopolios, en riesgo creciente depauperación y proletarización, con sus títulos universitarios convertidos en papel mojado y sin perspectivas propias que oponer al Estado fascista, se ven obligados a mirar, aunque sea de reojo, a los únicos que tienen una salida revolucionaria al actual estado de cosas: a los obreros. Y así los vemos vestirse de izquierdistas… si es que no les aprietan mucho en las tertulias televisivas; tan pronto aparecen como radicales como dan marcha atrás según se muevan las encuestas; y si apuntan con el dedo a los monopolios y multinacionales como causantes de la crisis y la miseria, se apresuran a esconderlo en cuanto el Estado les enseña la porra de gendarme. Y si alguna idea o proyecto verdaderamente transformador sale de sus cabezas, pronto son ahogados en el pantano del realismo y el posibilismo que le son propios.
En el pasado mes de mayo, en Gasteiz, en un seminario internacional organizado por el sindicato vasco LAB para tratar sobre las alternativas al capitalismo, Sortu presentó una ponencia con tres puntos:
1º) Cambiar el modelo productivo (¿cómo? ¿sin planificar la economía? ¿y se van a dejar planificar los propietarios del capital?) ; 2º) Hacer frente, corrigiéndolas, a las consecuencias de la explotación; y 3º) Poner los medios de producción al servicio de los trabajadores (¿sin tocar la propiedad?).
Naturalmente, ellos mismos dejaron de lado la primera y tercera “alternativa” ¿difíciles? ¿utópicas?) y se conformaban con la segunda, es decir, con “humanizar” el capitalismo.
Y qué decir de la ocurrencia de los dirigentes de Podemos de algo así como impulsar el movimiento obrero y de las masas en la calle; todo ha acabado diluido en unas latas de CocaCola, yéndose a las procesiones del 1º de Mayo con las mafias sindicales o buscando su minuto de gloria (más bien las horas) en el Congreso con su moción de censura.
Y es que hablar de los obreros, reconocer su naturaleza de clase diferenciada, irreconciliable con los capitalistas y con un destino histórico revolucionario es algo muy serio.
Hablar de la clase obrera supone, consecuente y necesariamente, hablar de la lucha de clases como motor de la historia, reconocer el papel dirigente del proletariado en la lucha revolucionaria, impulsar con todas sus consecuencias el movimiento sindical, huelguístico, la lucha en la calle y organizarlos independientemente de la burguesía y sus instituciones estatales. Hablar de la clase obrera, en suma, implica hablar del Partido Comunista, de la Revolución, del socialismo y la dictadura del proletariado…¡qué miedo dan estas cosas a los pequebús!.