Desde hace 500 años, las drogas legales e ilegales, producto integrante de la acumulación de capital.

Dibujo. Fumadero de opio en China.

Sobre drogas y su difusión y empleo:

500 años de difusión de las drogas por el capitalismo

Desde hace unas cuantas décadas las drogas se han convertido en un grave problema social y en un verdadero drama humano para muchas familias obreras. Es tan grave que la burguesía ha desatado una vasta campaña de desinformación para encubrir sus causas y sus consecuencias. Frente a todas las tergiversaciones burguesas, determinados colectivos han promovido una plataforma de «oposición» que únicamente está contribuyendo a añadir más confusión.

¿Qué posición tenemos que adoptar? ¿Estamos por la legalización o por la prohibición? La cuestión merece un examen un poco más reposado, porque ni podemos admitir las posiciones de la oligarquía, ni tampoco las alternativas que nos ofrecen determinados grupos seudoprogresistas. Nuestras posiciones se fundan en el materialismo histórico, el único que permite un conocimiento científico de todos los problemas sociales.

Las drogas, lo mismo que el alcohol, son conocidas desde la más remota Antigüedad. Su consumo estaba ligado a determinadas prácticas médicas y religiosas. Sin embargo, no existían alcohólicos ni adictos: la ingestión no constituyó nunca un problema individual, ni mucho menos social. Todavía en el siglo XIX se conocía únicamente la existencia de aficionados o habituados a las drogas, careciendo el problema de las dimensiones que ha adquirido en la actualidad.

Fueron los colonizadores españoles los que, tras la invasión de América, dieron a conocer a la cultura occidental, en el siglo XVI, el origen, las propiedades y los usos de las drogas. La coca llamó poderosamente su atención: de los 18 cronistas de Indias, 13 aluden a la coca en 201 ocasiones. El colonialismo fue el que difundió a partir de aquel siglo el consumo de estupefacientes en cantidades hasta entonces desconocidas entre las clases altas de la sociedad: la ingesta pasó a convertirse en una moda placentera, lúdica. Especialmente los intelectuales, artistas, poetas, músicos y escritores utilizaron habitualmente los más diversos tipos de fármacos. Las infusiones, jarabes, refrescos y bebidas estimulantes o sedantes de todo tipo se difundieron con la expansión del comercio marítimo: café, té, tabaco, cacao, etc.

El comercio de esas drogas y de otras mercancías nuevas que los colonialistas españoles descubrieron, era parte integrante de la acumulación de capital. El transporte se abarató permitiendo un acceso fácil y cómodo a un consumo mucho más abundante y más variado. El proceso coincide con una fuerte corriente secularizadora: la religión perdió cada vez más influencia en la sociedad, por lo que los estímulos alienantes hubo que buscarlos en otros sitios.

El colonialismo utiliza también determinadas drogas para dominar a los aborígenes. La dominación colonial de las grandes potencias sobre los pueblos indígenas tuvo en las drogas uno de sus medios de exterminio más importantes.

LA GUERRA DEL OPIO

Como en las demás partes del mundo, en Asia se conocía desde antiguo el opio, pero no su consumo adictivo. La expansión colonialista en aquel continente dispuso de tres herramientas de poder: el fusil, la religión y el opio. A mediados del siglo XVIII Inglaterra había hecho del té un próspero negocio y el opio seguía el mismo camino. Poderosos intereses económicos británicos forzaron la exportación de opio desde la India hacia China.

Este país era un gigantesco oasis vedado a los mercaderes occidentales pero, al cabo, cedió la muralla que contra el comercio habían establecido los chinos desde hacía siglos. De ello se encargó la guerra del opio. Esta guerra fue, en cierto modo, la cuña que abrió a China el camino del capitalismo: a los europeos les interesaban numerosos productos chinos, especialmente el té; pero a los chinos no

les interesaba nada de lo que los comerciantes europeos ofrecían, de modo que la balanza de pagos se desequilibraba a favor de los asiáticos. La forma de evitar la pérdida de plata y otros metales preciosos era fomentar un consumo, abrir un mercado para las exportaciones inglesas, crear una dependencia y una adicción: el opio acabó siendo la moneda de las transacciones comerciales entre China y la India británica.

En 1833 el opio constituía la mitad de las exportaciones británicas a China, introducido de contrabando en las costas por barcos protegidos por la Armada británica. Un comercio ilegal en ambos países pero fomentado abiertamente (el opio se subastaba en Calcuta públicamente) por la potencia metropolitana como método de explotación económica y dominación estratégica. Con el comercio del opio creció el mercado negro, la especulación, la piratería y el contrabando, algo que, como vemos, no es de hoy día precisamente. Como tampoco lo es el cinismo: se prohibe una droga no para restringir su consumo sino precisamente para promoverlo.

No fueron, por tanto, cuestiones de salud, sino la sangría económica de divisas que dicha importación significaba para China a comienzos del siglo XIX, lo que forzó la guerra contra Inglaterra de 1838, de la que salió vencedora la potencia metropolitana. La derrota supuso la desintegración moral, económica y social de China exactamente durante un siglo. En 1906 había trece millones de opiómanos chinos.

Sólo la revolución de comienzos de siglo, y luego la revolución socialista, libró a China del opio y, con él, de un exterminio seguro como pueblo. Según dos médicos argentinos, China «hasta ahora es la única nación del mundo que ha logrado vencer realmente el flagelo de la drogadicción, pues no hay oferta de droga» (1).

Pero China no fue un caso aislado, aunque resulte el más paradigmático de exterminio por el colonialismo, así como de resistencia y victoria final. La destrucción por alcoholismo la utilizaron ampliamente los colonizadores blancos contra los indígenas en los propios Estados Unidos. La misma situación se está repitiendo hoy en Brasil con las tribus amazónicas, fuertemente afectadas por el consumo de alcohol.

Dibujo. (la silueta de un esqueleto con aguja hipodérmica es un policía).

LA ADICCION EN LAS METROPOLIS

Ya hemos expuesto cómo tras la colonización y la expansión marítimo-imperialista del siglo XVI las drogas se difundieron entre las clases dominantes y la bohemia. Pero «los miembros de la clase trabajadora tomaban drogas por razones diferentes a las que motivaban a los miembros de la clase media» (2).

La gran industria fomentó el alcoholismo en las fábricas y minas como medio de aislamiento y segregación del movimiento obrero (3). El capitalismo fue disolviendo el tejido social de solidaridad y todas las formas de vida comunitaria tradicionales fueron reemplazadas por el individualismo, la masificación, la lucha despiadada por la supervivencia, con su correlato de fracaso y marginación: «La brutal indiferencia, el duro aislamiento de cada individuo en sus intereses privados -escribía Engels- aparecen tanto más desagradables y chocantes cuanto más juntos están esos individuos en un pequeño espacio, y aun sabiendo que el aislamiento de cada uno, ese sórdido egoísmo es, por todas partes, el principio básico de nuestra sociedad actual, en ningún lugar aparece tan vergonzosamente al descubierto, tan consciente como aquí, entre la multitud de las grandes ciudades» (4).

La familia feudal-patriarcal no escapó a la disgregación: la incorporación de la mujer al trabajo supuso el abandono de los hijos en la vivienda, los infanticidios al nacer, por malos tratos o hambre, e incluso les narcotizaban con opio o los subastaban a los patronos. Los farmacéuticos difundieron ampliamente las drogas entre la clase trabajadora (5). Los índices de mortalidad infantil se dispararon y la esperanza de vida se redujo drásticamente en todos los países capitalistas.

La división del trabajo y el modo de vida urbano imponen la alienación, fenómeno típicamente capitalista que conduce al desarraigo social y a la soledad. La alienación engendra intolerancia ante la realidad, ante la posibilidad de transformar la realidad, ante el dominio incontrolable con que el mundo se presenta ante el sujeto. La vida adopta una apariencia ahistórica, estática; su determinismo no deja otra opción que la evasión y la fuga, una tendencia suicida y autodestructiva que, paradójicamente, aparece ante el adicto como «liberación». Entre los muchos caminos que conducen a la adquisición de una identidad adictiva está el de la renuncia a la esperanza de modificar el medio social que, mediante su férreo determinismo, oprime las necesidades afectivas más profundas. El adicto ha interiorizado hasta lo más profundo la relación capitalista de dominación, de la que no imagina sea posible salir. La persona aparece como irrelevante y reemplazable dentro del sistema productivo y social: el trabajador es el único recambio que no cuesta dinero, la única pieza gratuita en el engranaje de la producción capitalista.

El capitalismo promociona laética del trabajo, el esfuerzo laboral, la competencia, la productividad, la lucha de todos contra todos, a cambio de un riguroso empobrecimiento afectivo, un defectuoso desarrollo de la vida emocional, una opacidad creciente de los sentimientos y un endurecimiento del carácter. La aceleración brutal del ritmo de producción y de vida expende el sentimiento de frustración, la angustia y el desamparo por la falta de control sobre los recursos vitales, por el imperio de un sistema de producción y consumo donde nadie tiene lo que necesita porque nadie necesita realmente lo que tiene. El trabajador se convierte en ser dependiente: dependiente del capital y dependiente de su propio trabajo. Ya nada es posible fuera del mercado: todo debe comprarse y venderse; nada es gratuito, nadie auxilia desinteresadamente y nada es posible sin dinero.

El capitalismo crea incertidumbre ante el futuro, fomenta la impotencia para poder fomentar la dependencia: la adicción es una de las formas más férreas de sometimiento que pone de manifiesto el grado atroz de sojuzgamiento en que ha caído la voluntad personal. Los trabajadores no tienen recursos propios al margen de la venta de sus fuerzas y energías laborales: también los miembros de su familia deben trabajar como él; es un desarraigado del medio rural comunitario que ha abandonado para venir a la ciudad; comienza a conocer el alcoholismo para poder sobrellevar los ritmos de trabajo y la sobreexplotación creciente.

LA INDUSTRIA DE LA DROGA

Entre los nuevos mercados que abrió el capitalismo, uno de los más importantes, estratégicamente hablando, fue el de la droga. El progreso de la química inicia la industria farmacológica. Los países capitalistas crean grandes laboratorios dedicados a la fabricación de drogas sintéticas. Del opio surge la morfina y luego la heroína; de la hoja de coca, un alcaloide: el clorhidrato de cocaína, fórmula química descubierta en 1862. Ya no se mastican productos naturales, ni se fuman hierbas apenas elaboradas: la aguja hipodérmica se difunde a mediados del siglo XIX, consiguiendo que los tóxicos se introduzcan directamente en la sangre.

Toda una industria de refrescos comenzó a funcionar a finales del siglo pasado a base de jarabes maravillosos y preparados gaseosos mezclados con cocaína, el más famoso de los cuales fue la Coca-Cola que, en su famosa fórmula, contuvo cocaína hasta 1903, en que la sustituyeron por cafeína. Las fotos de comienzos de siglo exhiben las fachadas de las farmacias anunciando diversos preparados gaseosos de cocaína de maravillosos efectos estimulantes. Incluso se fabrican chicles de coca con gran éxito comercial y los vendedores ambulantes distribuyen preparados de coca de puerta en puerta.

Junto a la industria farmacéutica, los médicos desempeñan una labor fundamental en la difusión de las drogas sustituyendo a los viejos remedios caseros por la «nueva ciencia». La morfina combate el dolor y el sufrimiento; la cocaína estimula y remedia la fatiga y el cansancio. Freud fue el pionero en el tratamiento de sus pacientes con cocaína, y en las guerras, la morfina corría por los hospitales como un remedio casi milagroso. Naturalmente ninguna droga cura ni sana ninguna enfermedad; las drogas no sirven para nada desde el punto de vista médico; sólo alivian el dolor momentáneamente, de modo que el enfermo aparece como sano.

Las drogas permiten la evasión, multiplican la alienación de la sociedad capitalista. El adicto no hace más que trasladar al campo de su vida individual el tipo de relaciones alienadas que imperan en la sociedad donde vive; lejos de ser su expresión mistificadora o distorsionante, el drogadicto es la versión fiel, literal del mundo en que vive, la exposición sin disimulos y sin conciencia de las contradicciones de la ideología dominante. Los estimulantes (cocaína, anfetaminas) multiplican las energías laborales; los sedantes (heroína, morfina) adormecen, fomentan la evasión en los momentos de ocio.

Foto. Requisa de fardos de cocaína.

Cuando los españoles iniciaron el expolio de las minas de plata de Potosí, pagaban a los trabajadores nativos con hoja de coca: la productividad se disparaba y desaparecía la sensación de hambre. Como los salarios se reducían al mínimo, este sistema monetario fue adoptado también por los hacendados y propietarios de tierras para pagar a los jornaleros, todo ello a pesar, tanto de las prescripciones morales de la Iglesia católica como de las disposiciones legales de la Corona que lo impedían.

LA PROHIBICION DE LAS DROGAS EN ESTADOS UNIDOS

Paralelamente al fomento de las drogas, se fue desarrollando otra campaña de signo exactamente opuesto, especialmente en los Estados Unidos, denunciando sus perniciosos efectos y reclamando su persecución «salvo prescripción facultativa». La prohibición no significó más que eso: no la imposibilidad del consumo sino su control, no la reducción de las toxicomanías sino la vigilancia del toxicómano.

Estados Unidos fue la potencia que impuso la prohibición de las drogas por todo el mundo, incluso antes de asumir el papel de primera potencia imperialista. El estudio de la prohibición de la droga, en consecuencia, está estrechamente ligado al estudio de la situación interna de aquel país.

La interdicción de las drogas en Estados Unidos fue el resultado de los esfuerzos por imponer un control estricto sobre la clase obrera dentro de un contexto de expansión capitalista y, por tanto, de urbanización. A finales del pasado siglo, los Estados Unidos experimentaron, como otros países capitalistas, un fuerte auge económico. Estados Unidos se transformaba en un país de capitalismo monopolista de Estado y el proceso iba acompañado de fuertes corrientes migratorias de fuerza de trabajo en una dirección geográfica sur-norte y oeste-este.

Estas corrientes migratorias las formaban, sustancialmente, las minorías étnicas de chinos afincados en la costa oeste, de negros provenientes del sur, así como de mexicanos posteriormente. Estas minorías aportaron un factor de curiosidad, extrañeza y recelo entre las clases norteamericanas tradicionalmente dominantes en la costa este, de procedencia blanca, protestante y anglosajona. La lucha de clases aparecía como un conflicto racial. En los suburbios de las ciudades del este crecieron grupos étnicos de obreros que engendraron un mosaico urbano de colores, religiones, costumbres, culturas y también, por supuesto, de drogas. Había que ordenar este rompecabezas.

Los chinos fumaban opio, los negros tomaban coca y los mexicanos marihuana. Las clases dominantes blancas alzaron la voz contra lo que ellos -falsamente- reputaron como consecuencias de las drogas: sexualidad desenfrenada, delincuencia, corrupción de las costumbres, vagancia, etc. El cine, la prensa, la radio, las editoriales comenzaron a intoxicar con los binomios droga-marginación, droga-violaciones, droga-vagancia, etc. La imagen del trabajador emigrante se asoció al peligro social para justificar el control social: el «demonio de la droga» (los teólogos católicos del XVI llamaban «el talismán del diablo» a la coca) era el vehículo justificativo del puritanismo dominante para la vigilancia sobre el trabajador, la excusa legitimante que permitió crear un «registro de empresas» para poder acceder a las drogas.

EL CONTROL SOCIAL: MEDICOS Y POLICIAS

Los instrumentos de control de los obreros fueron dos: los médicos y una nueva policía tributaria, el FBD, especie intermedia entre inspectores de Hacienda y cuerpo represivo al más puro estilo USA. Las leyes de prohibición se iniciaron en 1890 con el impuesto sobre el opio; en 1906 se dictó otra ley contra su «adulteración» y en 1909 se impuso la prohibición de fumarlo. No deja de ser curioso que cuando la industria farmacéutica producía drogas sintéticas, la represión enfilara precisamente contra la «adulteración» de las drogas naturales, así como también que se prohibiera fumar opio, pero no el consumo de derivados sintéticos como la morfina o la heroína. La prohibición no era de la droga en general sino de aquellas drogas que no pasaban por los alambiques de las empresas farmacéuticas. Era una interdicción selectiva y clasista que afectaba a los trabajadores pero no a la burguesía, la cual podía seguir consumiendo, fuera de la estigmatización moral, gracias a las recetas médicas: el facultativo les «obligaba» a tomarlas; era un consumo involuntario que para nada cambiada las pautas adictivas del burgués. Por el contrario, el trabajador tuvo que entrar en las redes de control para ingerir una sustancia que no era la que habitualmente él tomaba y cuyo precio se encareció notablemente.

Que las normas fueran de carácter tributario pone de manifiesto la herencia capitalista ya revelada en la guerra del opio: el contenido económico de la prohibición, su carácter recaudador que elevaba los precios y reservaba el consumo de drogas para que únicamente pudieran adquirirlas legalmente los sectores más elevados de la sociedad, mientras los trabajadores debieron recurrir a los canales marginales, al mercado negro o a la delincuencia. Para el control sobre la droga se creó una nueva policía federal dependiente del Ministerio de Hacienda, el FBD, antecedente inmediato de la DEA actual, también dependiente del mismo departamento ministerial. La legalización de la droga exigía el pago de impuestos.

El control sobre las drogas tenía unos claros objetivos de clase. Desde el punto de vista de la producción, eliminaba la materia prima originaria de los países coloniales, el opio, el cáñamo y la hoja de coca, imponiendo los productos sintéticos elaborados por las empresas farmacéuticas. Desde el punto de vista del mercado de destino, no se veían afectados los burgueses, mientras los obreros debían sujetarse al control policial para disponer de unos fármacos que no eran los mismos que ellos habían conocido antes y cuyo precio era mucho más elevado. La medicina natural tradicional se vió casi definitivamente desplazada por los médicos convencionales.

Pero el momento decisivo de la represión llegó en 1914 con la ley Harrison, que prohibió definitivamente «el uso no médico» de las drogas, es decir, el autoconsumo sin receta médica. El sentido de la interdicción era y ha sido siempre ése justamente: no impedir la extensión de las drogas sino su fomento, pero un fomento controlado. Naturalmente el control engendró el mercado negro: los médicos vendían las recetas, lo que seguía elevando su precio; apareció la reventa, el contrabando y el mercado clandestino; se buscaron sustitutivos sintéticos, como las anfetaminas a partir de 1932 para sustituir a la cocaína y la heroína a la morfina; finalmente se promovió el delito, el robo de recetas o de las drogas en los consultorios, clínicas y farmacias.

Caja de la droga legal «Rohypnol».

MILITARISMO Y DROGAS

La prohibición coincidió -no por casualidad- con la I Guerra Mundial, no solamente por la tradicional vinculación de las drogas con los militares y las guerras imperialistas, sino porque la morfina se utilizó ampliamente, tanto en labores de cirugía, como para sobrellevar los dolores de las heridas, para combatir el miedo y la angustia en el combate. La cocaína se empezó a utilizar como anestesiante local inyectada en el nervio desde finales del siglo pasado. Numerosos combatientes, luego licenciados, adquirieron adicción a la morfina; entre los aviadores se distribuyó cocaína, lo mismo que en la II Guerra Mundial se difundieron las anfetaminas entre los soldados. Era la única manera de sobrellevar el riesgo de la muerte o el dolor en una guerra que nada tenía que ver con los pueblos. Que el engarce entre las drogas y el imperialismo no era casualidad se comprobó cuando los Estados Unidos incluyeron una cláusula en el Tratado de Versalles por la que se prohibía a los laboratorios alemanes la libre venta de drogas.

Aunque Estados Unidos no se integró inicialmente en la Sociedad de Naciones, consiguió en una época en la que aún no era la primera potencia imperialista, que la organización internacional asumiera la prohibición de las drogas como cosa propia.

Dentro de los propios Estados Unidos la represión fue adquiriendo unos tintes cada vez más delirantes. En 1918 la prohibición se extiende a las bebidas alcohólicas y los controles sobre las drogas se fueron endureciendo progresivamente, hasta el extremo de que la policía tributaria acabó dictaminando acerca de los diagnósticos médicos y las prescripciones farmacológicas correspondientes. El FBD llevaba a juicio a los médicos que recetaban drogas poniendo en tela de juicio su labor y desde 1922 consiguió amedrentarles y sustituir el control médico por el policiaco-tributario. Lo que inicialmente parecía ser un intento legislativo de limitar el suministro de drogas a la práctica profesional de la medicina, fue reconstruido administrativamente cercenando al extremo la capacidad médica para usar de la discrecionalidad profesional en el tratamiento de los adictos. Cualquier prescripción o tratamiento que el FBD no considerara dentro de la correcta práctica médica o se presumiera que apuntara a mantener estable la dosis necesaria para un adicto, llevaba al médico ante los tribunales.

En 1937 la Sociedad de Naciones promociona, por presión de los Estados Unidos, la firma de una serie de tratados internacionales contra el tráfico de drogas: la política antidroga de los Estados Unidos se convirtió en la política mundialmente dominante, anticipando lo que sucedería una década después en todos los ámbitos sociales.

La interdicción logró todos los efectos que perseguía; fue un rotundo éxito de las multinacionales y de la política policiaca estadounidense. El consumo de drogas se disparó: hoy, sólo en USA, 25 millones de personas fuman marihuana, 6 son adictos a la coca y medio millón a la heroína. Más consumidores y más adictos significa más control, más registros y redadas, más intervención policial, más personas fichadas, más leyes represivas, etc. Pasar de la represión de la droga a la represión política no requiere ningún esfuerzo. En EEUU los medios de comunicación al servicio de la clase dominante, asociaron desde un principio ambos frentes: la droga la difundían, al principio, las organizaciones obreras; luego la internacional comunista; finalmente, resultó que tras los traficantes estaba la China roja, Cuba o Nicaragua más recientemente.

CONCLUSION

Las drogas se difunden y promocionan con el mismo origen del capitalismo; y se prohiben con la entrada del capitalismo en su fase monopolista e imperialista. Su objetivo es controlar, reprimir y, finalmente, destruir físicamente a la clase obrera. No es un fenómeno actual sino con cinco siglos de historia, los suficientes como para conocerlo perfectamente. Y siempre ha funcionado de la misma forma: primero se promociona y luego se prohibe. Pero no se prohibe para restringir su consumo sino para someter al consumidor a la policía. Nunca jamás la prohibición ha significado reducción en el comercio de drogas y, por tanto, el problema no está ni en la legalización ni en la prohibición.

Hoy nos presentan la droga como un problema proveniente del Tercer Mundo, de los países subdesarrollados (Colombia, Pakistán, Tailandia, etc.). La droga no es ajena al capitalismo y, más en concreto, su difusión proviene de una política deliberada de los países más desarrollados y no al revés. Es un fenómeno de destrucción masiva de personas que sólo es posible bajo un sistema tan desarrollado y extendido como el capitalismo actual.

El tráfico de drogas no existiría en la escala actual sin las sociedades anónimas, las cuentas numeradas, los paraísos fiscales y todos los demás mecanismos del sistema financiero internacional que permiten mover ingentes cantidades de divisas en muy pocos minutos y de forma anónima. Nadie quiere tocar la droga, pero nadie rechaza sus dividendos porque el dinero no tiene color. Los que administran los capitales del mercado negro no son los que trafican, sino expertos financieros que trabajan por cuenta ajena. La droga y sus dividendos se mueven como pez en el agua por los circuitos capitalistas internacionales.

El capitalismo no puede luchar contra la droga porque no puede luchar consigo mismo. Hay que luchar contra la droga luchando contra el capitalismo, que es un sistema económico moribundo, decadente, en descomposición. Hay que transformar sus proyectos de muerte en un proyecto de vida. Y todavía ninguno de esos expertos ni ninguno de esos «alternativos» nos ha dicho una palabra de esto, que es lo esencial.

(1) E. Kalina y S. Kovadloff: «Droga: la máscara del miedo», Fundamentos, Madrid, 1987, pág. 53.

(2) Jerald W. Cloyd: «Drogas y control de la información. El rol del hombre en la manipulación y el control del tráfico de drogas», Tres tiempos, Buenos Aires, 1982, pág. 65.

(3) Federico Engels: «La situación de la clase obrera en Inglaterra», Madrid, Júcar, págs. 108 a 111.

(4) Engels: «La situación…», pág. 46.

(5) Engels: «La situación…», pág. 142 y C. Marx: «El Capital. Crítica de la economía política», Fondo de Cultura Económica, México, 1973, tomo I, pág. 328.

Recogido de la revista Antorcha n.º 3, de junio 1998.

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