Francisco Cela Seoane
“Aún me sigue enamorando aquel invencible grito”
Capítulo X
Yo vivía en un barrio obrero de A Coruña, el de As Conchiñas. Todo hormigón y cemento. Convivíamos obreros, estudiantes, mariscadores, trabajadores de la fábrica de tabaco, delincuentes. Yo me mezclaba con todos y con todos mantenía unas relaciones excelentes.
En mi época de estudiante la lucha y la fiesta, la bohemia y la irreverencia, la transgresión y la rebeldía iban indisolublemente unidos. Días de barricadas y noches de Rock y sicodelia. Todo lo disfruté como un puñetero crío con zapatos nuevos.
En ese mundo descubrí a William Reich: su Revolución sexual, su Psicologia de masas del fascismo, a Eric From, las experiencias de antisiquiatría en Inglaterra, a las nuevas escuelas pedagógicas de Makarenko y Vera Smit en la Unión Soviética, etc., etc.
Y a Castelao y Blasco Ibáñez, a Sender y Barea, a Valle Inclán y Machado, a Bertolt Brecht y León Felipe, a Miguel Ángel Asturias y Alejo Carpentier, a Julius Fucik y su Reportaje al pie de la horca… Y a García Lorca, Miguel Hernández, Alberti, Neruda, César Vallejo, Jorge Guillen, Maiakoski, Nazin Hitmet…
Todos moldearon mi sensibilidad y mi forma de sentir la vida, al hombre y a la humanidad, prendiendo en mi pecho muchos de esos fueguecitos donde sigue ardiendo mi insaciable hambre de libertad. Todos pintaron mi alma de ese Rojo que no destiñe.
Y trabajando en la construcción, en el tramo de autopista que une A Coruña con Santiago, descubrí la lucha de clases. El altísimo grado de Organización y Disciplina del proletariado cuando va a la huelga y la absoluta inevitabilidad de la violencia cuando te enfrentas a la patronal y su Estado.
Y cuan cierto es que en un solo día de lucha se puede aprender más de la explotación y la represión que en diez años de estudio académico del marxismo. E igual de cierto es que en un solo día de lucha crece exponencialmente el nivel de conciencia política, el grado de organización y el subir de tres en tres los peldaños del compromiso. Es en esa forja donde se moldean los verdaderos líderes de la clase obrera.
También aprendí que el odio de clase, el odio a las sanguijuelas que le chupan a los parias de la tierra hasta la última gota de su sangre, no solo es inevitable, sino vitalmente imprescindible para poder seguir respirando los aires de la Dignidad Humana.
Una tarde noche, andando con la cuadrilla de vinos, en una calle del barrio, vimos varios furgones policiales y una aglomeración de gente. Nos acercamos. Nos encontramos con conocidos de la Asociación de Vecinos. Marisa nos explicó que estaban desahuciando de su piso de alquiler a una vecina del barrio con sus tres hijos: una niña de cinco o seis años, un niño de dos o tres y un bebé de diez meses en brazos.
Su marido había muerto ahogado faenando en los caladeros del Gran Sol. Dos duros miserables le dieron de indemnización, dos miserables duros valió aquella vida segada sin haber llegado a cumplir ni los 30 años. Mientras el armador, noche sí y noche también, para pasar el rato esperando que atracasen en el puerto sus barcos, se jugaba millones de pesetas en una timba de póker.
La justicia nada quiso saber de sus razones. Ciega, muda y sorda a todo lo que no fuese preservar la sacrosanta propiedad privada. O pagar o… ¡A la puta calle! Y verla allí, en la acera, con sus cuatro pertenencias esparcidas por el suelo, como ida, la mirada perdida, que ya ni lágrimas le quedaban. El bebé en brazos, el niño de dos o tres años, cogido a su falda, con su carita bañada por el llanto, sus hipidos y su… ¡Mirarnos! Y la policía, robots sin corazón y sin alma, ajenos a todo latido de lo humano, fuerza armada del Capital, a porrazos, a empujones, gritando, insultando.
¿Pero cómo no sentir un odio sin freno y medida, que grita en lo más hondo de tu alma con su rugir más bárbaro, como un volcán que te nace en las entrañas y te estalla en la garganta? ¿Pero cómo no odiar a muerte a un sistema que literalmente subasta la sangre de los Nadie en el Altar de los Beneficios Empresariales?
Aquella noche hice míos para siempre los vibrantes versos de Nazim Hikmet:
No son solo unos pocos,
no son tampoco cinco, diez:
treinta millones los hambrientos
son los nuestros
(…) En lo hondo
de su angosta y negra delgadez.
–tal un clavo de herradura con enorme cabeza que crece a cada paso y se clava en las venas–
brillan enloquecidas las pupilas,
las pupilas.
¡Y en ellas,
hay en ellas tal dolor,
ellas
miran de tal manera!
¡Es inmenso nuestro dolor,
inmenso, inmenso!
(…) Nuestro pecho se ha hecho de hierro,
porque nuestro dolor se llama
30.000.000
de pupilas enloquecidas
de pupilas.
Nos roban el presente y el futuro, nos roban la sonrisa y la ternura, convierten nuestra existencia en un eterno errar por una pesadilla sin final y… ¿Aún pretenden que pongamos la otra mejilla?
(Continuará..)