“Aún me sigue enamorando aquel invencible grito”
Francisco Cela Seoane
Capítulo XIV y último
Deambulando por la ciudad. Caminaba la noche como quien penetra en un inhóspito lugar. Todo el firmamento anegado de oscuridad. Todo silencio, todo quietud y un dolor sin término. Abrazado a la soledad y ajeno al ir y venir de la gente, al ruido de los coches, a las voces, a las luces. No me alcanzaba el pecho, ni los ojos, ni las manos, ni la boca para contener un desgarro tan intenso. Necesitaba llorar, romper a llorar y estaba seco.
No dejaban de martillearme las sienes aquellos versos de los Heraldos Negros, de César Vallejo:
Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé¡
Golpes como el odio de dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo vivido y sufrido
se empozara en el alma… ¡Yo no sé¡
Aquella tarde, en el barrio, estando en el bar que solíamos parar, asomó por la puerta un amigo y desde allí mismo, con la voz cargada de angustia y urgencia, nos preguntó: ¿Cómo se apellidan Albino y Roberto?. Nos cogió tan de sorpresa que nos quedamos mudos. Y nos volvió a apremiar: ¡Venga joder, ¿cómo vírgenes se apellidan? ¡Y cuando yo le dije: “Roberto se apellida Liñeira y Albino, Gabriel”, nunca olvidaré aquel: ¡Hoooostiiiiaaaa, la virgen puta! ¡Son ellos! ¡Que los han matado! ¡La guardia civil! ¡En Gerona! A ellos dos y a otro compañero y a otra compañera!
Sentí tal y como si Vallejo hubiese escrito aquellos versos para un momento así:
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la muerte
(…) Y el hombre… Pobre… ¡Pobre!
vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.
Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!
Por higiene mental, en aquel bar no había televisión. Así que, no siendo Luis, el dueño del bar, y yo, todos salieron en estampida hacia otro bar para ver en la tele las noticias. Luis y yo, cada uno en un lado de la barra, nos miramos en silencio. Y en silencio, Luis me puso delante cuatro chupitos de vodka y se sirvió otros cuatro para él. Levantamos el primero: ¡Por Albino! Levantamos el segundo: ¡Por Roberto! Levantamos el tercero: ¡Por Dolores! Levantamos el cuarto: ¡Por Cabezas! ¡Salud y Revolución!
Salí del bar. A la calle. Ya era de noche. Me puse a deambular sin rumbo fijo, dejando que los pies eligiesen por dónde ir. Se me agolpaban los recuerdos. Roberto y Albino eran como el yin y el yan. Roberto, extrovertido, explosivamente alegre, contagiaba sus irrefrenables ganas de beberse la vida a tragos largos. Y era la personificación de la audacia. A veces, en los tiempos de la ODEA, cuando proponía una acción, lo mirabas y le decías ¡venga ya, colgao, tú lo flipas! Pero a medida que te iba explicando cómo hacerlo, te ibas diciendo: ¡Pero qué hijo de puta, a que hasta va tener razón! Y sí, la tenía, la acción salía pero que tal y como él la había planificado.
Albino, por el contrario, era reservado, callado, jamás levantaba la voz, ¡pero tremendo poder de persuasión! Tenía auténtica madera de líder y dirigente. Era una de esas personas que pasan por la vida Ardiendo y que si te acercas a ellos, ¡es imposible que no salgas envuelto en esas mismas llamas!
Activos políticamente desde el Instituto, desde los 16 años, entregados en cuerpo y alma a la causa del socialismo, fundaron, en A Coruña, la ODEA. Y cuando los vientos de la represión se volvieron huracanados, se vieron forzados a pasar a la clandestinidad.
Roberto, primero y, después, Albino fueron detenidos en Madrid y los dos sufrieron brutales torturas. Los dos aguantaron a pie firme los diez días que pasaron en la Dirección General de Seguridad de la Puerta del Sol de Madrid. A Albino le carbonizaron las plantas de los pies con un soplete a consecuencia de lo cual por un año tuvo que usar muletas para poder caminar. Y aun así, se negó incluso a decirles su nombre.
Tras un breve paso por la cárcel de Carabanchel, Roberto, con su compañera Dolores, que moriría con él en Gerona, pasaron por A Coruña de forma fulgurante. Estuvieron tan solo unos días y, prácticamente, no vieron a nadie.
Albino pasó por la cárcel de Zamora, donde los compañeros me contarían después que era un auténtico espectáculo verlo jugar al fútbol con las muletas. Y cómo había desertado del Ejército, parte de la condena la cumplió en una prisión militar.
Cuando recobró la libertad, volvió al barrio, nuestro barrio del Agra. Me lo encontré de frente una mañana, de sopetón. Estaba cambiado. Dudé: ¿es él o no es? Pero él vino hacia mí con los brazos abiertos y nos fundimos en un abrazo. ¡Ah, en el latido de un abrazo así caben todas las estrellas del universo!
No se pudo quedar mucho tiempo. Poco más de seis o siete meses. El Movimiento de Resistencia libraba una batalla política decisiva contra el Estado, de la que dependía su Ser o no Ser, y necesitaba con brutal e inaplazable urgencia de todas las manos disponibles.
Roberto, desde la clandestinidad, se había puesto en contacto con él por amigos comunes de la Universidad de Santiago de Compostela. Le acompañé, junto a su compañera sentimental en aquel momento, a las citas. La primera, falló. La segunda también.
La tercera, en un bar de copas que tenía salida a dos calles, se fijó para la una de la madrugada. Llegamos pasada la una menos cuarto. Sábado noche, ciudad de estudiantes universitarios, normal que el bar estuviese pero que de en bote en bote. Y por las calles adyacentes pasaban constantemente riadas de gente. La cita era muy arriesgada, pero el sitio elegido era perfecto.
Tuvimos suerte. Encontramos una mesa libre. Nos sentamos. Su moza pidió un gin tocnic, yo un cubata de ron y Albino un té con leche. Exactamente a la una vimos entrar a Roberto. Nos encontró con la mirada. Nos reconoció y disimuló como un actor consumado. Ya me hubiese gustado, ya, darle un Abrazo de Oso Cavernario, pero no podía ser.
Roberto se acercó a la barra. Pidió algo. Albino nos miró y nos dijo: ha llegado la hora. Venga, no es un adiós, tan solo un… ¡Hasta Siempre! Esperó a que Roberto enfilase hacia la calle. Sin decirnos nada, se levantó y se fue tras la estela de Roberto. De pronto, giró la cabeza, nos buscó con la mirada, y simplemente nos sonrió. Los dos se perdieron en el bullicio de la calle.
Tras aquella noche deambulando por la ciudad, volví al barrio sobre las diez de la mañana. Entré en un bar en el que también solíamos parar a desayunar. Ya estaba allí un buen grupo de amigos. Me explicaron que habían hecho una colecta, que varios grupos habían cubierto Coruña de pintadas y colocado pancartas en los puentes. Que se habían encargado coronas de flores y que se habían confeccionado banderas de Galicia y Republicanas con la estrella de cinco puntas y banderas rojas.
El entierro de Roberto sería al día siguiente a las cinco de la tarde en el cementerio de San Amaro de Coruña. El de Albino a las 12 de la mañana, en su aldea, por la zona de los Saltos del Río Sil, cerca de Monforte de Lemos. Vimos los coches disponibles y sobre unos cincuenta nos desplazamos para darle el último adiós a Albino.
Tal y cómo estaban de duras las cosas, con la represión mordiendo a degüello, pensé que, en el mejor de los casos, asistirían al entierro de Roberto sobre cien personas, la mayoría, jóvenes del barrio. Por eso, me emocionó profundamente encontrarme entre… ¡cuatrocientas o quinientas personas! Por una vez, la vergüenza le podía al miedo. Todos los militantes antifranquistas, al completo, estaban allí: los de la LCR, del MC, del PT, de la ORT, de la CNT, de la ODEA (los que se habían ido a casa en espera de tiempos mejores), incluso del PCE y CCOO. Fue un emocionante y emocionado adiós a un revolucionario que lo entregó todo por su clase.
Por la mañana habíamos estado en el sepelio de Albino. De los cincuenta que habíamos salido de Coruña, llegamos unos treinta. El resto no consiguió acertar con el sitio. La aldea de Albino está escondida en una pequeña montaña a la que se llega por un camino de tierra. Cuando llegamos nos encontramos con el cortejo fúnebre, camino del cementerio. Lo acompañaba, prácticamente, todo el pueblo. El padre de Albino, en solo dos días… ¡había envejecido treinta años! ¡Y el abrazo de su madre, dios, su abrazo! Y el susurrarnos en medio de su llanto: ¡Fillos, fillos, tende coidadiño, moito coidadiño!
Pacita, la hermana de Albino, me agarró la mano y me llevó a un lado. Nos fundimos en un abrazo como si no hubiese mañana. Y abrazados me susurró al oído: «Paco, conseguimos que nos abriesen el féretro y vi a mi hermano y ¿sabes? ¡Tenía el puño cerrado¡ Estoy segura que a Dolores y a él los fusilaron en el cuartel. Y mira, mira, sé que mi hermano murió alzando el puño al aire y dando vivas a su clase obrera y a la Revolución. Y sé, Paco, que quería que yo lo viese con el puño cerrado y que te lo contase para que tú se lo cuentes a los camaradas». Había en su voz, sí, un dolor inmenso, pero más inmenso aún era el Orgullo por su hermano.
En el cementerio esperando a que finalizara la ceremonia, cuando la gente del pueblo se fue, entramos nosotros. Sobre la tumba depositamos la bandera roja, la de Galicia y la Republicana con las estrellas de cinco puntas. Colocamos la corona de flores con una cinta que decía: “Tu sangre derramada será semilla de Libertad”.
Cantamos las canciones revolucionarias y finalizamos con la Internacional. Una compañera se adelantó y a la altura de la lápida se giró hacia nosotros. Tomando aire, respirando hondo, simplemente dijo: “Albino, compita del Alma, compita, ¡Un revolucionario ha caído!” Y en ese instante, como impulsados por un resorte, alzamos los puños al cielo y, con el alma y las entrañas, gritamos: ¡VIVA LA REVOLUCIÓN!
Estoy seguro que aquel grito se expandió por aquellos valles y montañas, que recorrió los mismos caminos y las mismas sendas por las que transitaron los maquis y que, con la voz del viento, les supo transmitir: camaradas, Vuestra Lucha que sigue siendo Nuestra Lucha… ¡CONTINÚA!
*Nota: Habrá un “Aún me sigue enamorando aquel invencible grito” segunda parte.