Repaso a la historia:
De: Eduardo Galeano
-Agua bendita
Un mapa, publicado en París en 1761, reveló el origen del horror africano. Las bestias salvajes acudían en tropel a beber agua en los raros manantiales del desierto. Los animales más diversos disputaban el agua escasa. Excitados por el calor y por la sed, se montaban entre sí, cualquiera con cualquiera sin mirar a quién, y el cruzamiento de especies muy diferentes generaba los monstruos más espantosos del mundo.
Gracias a los traficantes, los esclavos tenían la suerte de salvarse de ese infierno. El bautismo les abría las puertas del Paraíso.
El Vaticano lo había previsto. En 1454, el papa Nicolás V había autorizado al rey de Portugal a practicar la esclavitud siempre y cuando evangelizara a los negros. Y un par de años después, otra bula, del papa Calixto III, había establecido que la captura del África era una Cruzada de la Cristiandad.
Por entonces, la mayor parte de esas costas estaba, todavía, prohibida por el miedo: las aguas hervían, en la mar acechaban serpientes que asaltaban los barcos y los marineros blancos se volvían negros apenas desembarcaban en tierra africana.
Pero durante los siglos siguientes, todas o casi todas las coronas europeas instalaron fortines y factorías a lo largo de esas costas de mala fama. Desde allí, manejaban el comercio más lucrativo de todos; y por cumplir con la voluntad divina, rociaban con agua bendita a los esclavos.
En los contratos y en los libros de contabilidad, los esclavos eran llamados piezas o mercancías, aunque el bautismo metía almas en esos cuerpos vacíos.
-Europa caníbal
Los esclavos subían temblando a los barcos. Creían que iban a ser comidos. Tan equivocados no estaban. Al fin y al cabo, el tráfico negrero fue la boca que devoró al África.
Ya desde antes los reyes africanos tenían esclavos y peleaban entre sí, pero la captura y venta de gente se convirtió en el centro de la economía, y de todo lo demás, sólo a partir del momento en que los reyes europeos descubrieron el negocio. A partir de entonces, la sangría de jóvenes vació el África negra y selló su destino.
Malí es ahora uno de los países más pobres del mundo. En el siglo dieciséis, era un reino opulento y culto. La universidad de Tombuctú tenía veinticinco mil estudiantes. Cuando el sultán de Marruecos invadió Malí, no encontró el oro que buscaba, porque poco oro amarillo quedaba, pero vendió el oro negro a los traficantes europeos, y así ganó mucho más: sus prisioneros de guerra, entre los cuales había médicos, juristas, escritores, músicos y escultores, fueron esclavizados y marcharon rumbo a las plantaciones de América.
La máquina esclavista exigía brazos y la cacería de brazos exigía guerras. La economía guerrera de los reinos africanos pasó a depender más y más de todo lo que venía de afuera. Una guía comercial publicada en Holanda, en 1655, enumeraba las armas más codiciadas en las costas del África, y también las mejores ofrendas para halagar a esos reyes de utilería. La ginebra era muy valorada, y un puñado de cristales de Murano era el precio de siete hombres.
-Jaulas navegantes
El traficante de esclavos que más amaba la libertad había llamado Voltaire y Rousseau a sus mejores navíos.
Algunos negreros habían bautizado sus barcos con nombres religiosos: Almas, Misericordia, Profeta David, Jesús, San Antonio, San Miguel, San Tiago, San Felipe, Santa Ana y Nuestra Señora de la Concepción.
Otros daban testimonio de amor a la humanidad, a la naturaleza y a las mujeres: Esperanza, Igualdad, Amistad, Héroe, Arcoiris, Paloma, Ruiseñor, Picaflor, Deseo, Adorable Betty, Pequeña Polly, Amable Cecilia, Prudente Hannah.
Las naves más sinceras se llamaban Subordinador y Vigilante.
Estos cargamentos de mano de obra no anunciaban con sirenas ni con cohetes su llegada a los puertos. No era necesario. Desde lejos se sabía, por el olor.
En las bodegas, se amontonaba su mercadería pestilente. Los esclavos yacían juntos día y noche, sin moverse, bien pegados para no desperdiciar ni un poquito de espacio, meándose encima, cagándose encima, encadenados unos a otros, pescuezos con pescuezos, muñecas con muñecas, tobillos con tobillos, y encadenados todos a largas barras de hierro.
Muchos morían en la travesía del océano. Cada mañana, los guardias arrojaban esos bultos a la mar.