Repasando la historia
De: Eduardo Galeano
-Retrato de familia en Argentina
El poeta argentino Leopoldo Lugones proclamó:
–¡Ha sonado, para bien del mundo, la hora de la espada!
Y así aplaudió, en 1930, el golpe de estado que instauró una dictadura militar.
Al servicio de esa dictadura, el hijo del poeta, el comisario Polo Lugones, inventó la picana eléctrica y otros convincentes instrumentos que él ensayaba en los cuerpos de los desobedientes.
Cuarenta y pico de años después, una desobediente llamada Pirí Lugones, nieta del poeta, hija del comisario, sufrió en carne propia los inventos de su papá, en las cámaras de torturas de otra dictadura.
Esa dictadura desapareció a treinta mil argentinos.
Entre ellos, ella.
-No son noticia
Al sur de la India, en el hospital de Nallamada, un suicida resucita.
Alrededor de su lecho, sonríen los que le devolvieron la vida. El resucitado los mira, dice:
-¿Qué esperan? ¿Que les dé las gracias? Yo debía cien mil rupias. Ahora voy a deber también cuatro días de hospital. Ustedes, imbéciles, me hicieron este favor.
Mucho sabemos sobre los terroristas suicidas. Los medios nos hablan de ellos cada día. Nada nos cuentan, en cambio, sobre los granjeros suicidas.
A un ritmo de mil por mes, según las cifras oficiales, se vienen matando los agricultores hindúes, desde fines del siglo veinte y en estos primeros años del veintiuno. Muchos granjeros suicidas mueren bebiendo los pesticidas que no pueden pagar.
El mercado los obliga a endeudarse, las deudas impagables los obligan a morir. Gastan cada vez más y cobran cada vez menos. Compran a precios gigantes y venden a precios enanos. Son rehenes de la industria química extranjera, semillas importadas, cultivos transgénicos: la India, que producía para comer, ahora produce para que la coman.
-En vivo y en directo
Todo Brasil asiste. Un espectáculo en tiempo real. La televisión no pierde detalle, desde el momento en que el criminal, negro tenía que ser, convierte en rehenes a los pasajerosde un ómnibus de Río de Janeiro, una mañana del año 2000.
Los periodistas van contando lo que ocurre como si fuera una mezcla de fútbol y de guerra, la emoción rompecorazones de una final de la Copa del Mundo narrada en el tono epicotrágico del desembarco de Normandía.
La policía ha puesto sitio al ómnibus. En el largo tiroteo, muere una muchacha. El público vocifera maldiciones contra la fiera salvaje que no vacila en sacrificar inocentes vidas humanas.
Por fin, al cabo de cuatro horas de mucho tiro y mucha ópera, una bala del orden derriba al peligro público. Los policías exhiben su trofeo, el criminal malherido, bañado en sangre, ante las cámaras. Todos quieren lincharlo, los miles que están allí y los millones que no están pero miran.
Los policías lo arrancan de manos de la multitud enardecida. Entra vivo al patrullero. Sale estrangulado.
En su breve paso por el mundo, se llamó Sandro do Nascimento. Él era uno de los muchos niños de la calle que dormían en las escalinatas de la iglesia de la Candelaria, una noche de 1993, cuando llovió metralla. Ocho murieron.
De los que sobrevivieron, casi todos fueron matados poco después. Sandro tuvo suerte, pero era un muerto en uso de licencia. Siete años después, cumple la sentencia. Él siempre había soñado con ser estrella de la tele.