Internacional:
R.D. Congo
-Del sarampión en África nadie te informa
Mientras los medios llevan la atención del mundo al coronavirus, el sarampión ha matado a más de 4.000 niños solamente en la República Democrática del Congo.
OMS
-Gasta más en viajes que en afrontar enfermedades
La Organización Mundial de la Salud gasta alrededor de 200 millones de dólares en viajes de personal, casi el triple de lo que gasta en la lucha contra algunos de los mayores problemas de salud pública.
La inversión en viajes para 7.000 empleados de la OMS supera lo gastado en afrontar el VIH, la hepatitis, la malaria y la tuberculosis juntas.
Turquía
-Solidaridad con el DHKP-C
“Solidaridad con la clase trabajadora turca. Apoyemos la resistencia. Apoyemos al DHKP-C. ¡Por la conquista del poder popular!”
Chile
-Joxe Arregi (Pueblo Vasco) y Lucía Vergara (Chile) dignos y firmes hasta el fin
Iñaki Egaña
En 1981 junto a Joxe Arregi (asesinado por torturas) detuvieron a la chilena Lucía Vergara a quien partieron las piernas en comisaría. Salió de Yeserías, volvió a Chile y fue muerta en una emboscada de la Policía de Pinochet en 1983. Fue rehabilitada en 2015.
LUCÍA, TE ECHO DE MENOS
Vengo
de recordarte en las letras que son tu refugio. Las de la evocación
de tu compromiso solidario y militante que es como decir las
subrayadas en el trajín de la vida, de una vida que ya no tienes,
diluida en los demás, en los que te preceden y en esas letras que,
acurrucadas para significar, nos quedan como memoria tuya,
Lucía.
Supe hace bien poco que tantos años después fuiste
abuela de unos mellizos preciosos, estirpe de tu cepa, acarreados a
nuestro mundo por tu hija Alexandra. Hay que acudir corriendo, pues
se cae el porvenir en cualquier selva, en cualquier calle, dicen que
repetías sin cesar el estribillo de aquella canción de Silvio
Rodríguez. Hay que acudir a ese escenario que dejan tus huellas, que
prosiguen las suelas del transitar de tus nietos.
No te conocí,
pero te recuerdo como si estuvieras a mi lado, sentada con esa
sonrisa ampliada en las fotografías de la nostalgia, esos ojos
negros de azabache y esos cabellos inflamados por un viento colmado
sobre un semblante marino de mejillas resplandecientes. Por eso se me
hace extraño, Lucía, decirte abuela, porque tu imagen se quedó
ahí, congelada para la posteridad, en medio de la nada y en la
orilla de la eternidad, cuando tenías 31 años, 9 ya en el exilio y
la clandestinidad.
Supe de tu presencia un nefasto día de
febrero de 1981 cuando te detuvieron en la capital de España, junto
a Joxe Arregi: “Entre las 17 personas detenidas en Madrid acusadas
de dar apoyo al grupo etarra figuran una mujer chilena Lucía Orfilia
Vergara Valenzuela, ex militante del Movimiento de Izquierda
Revolucionaria de su país, y Ann Elizabeth Brundin, de nacionalidad
sueca”. Y acordé deletrear nefasto por las consecuencias.
Torturados, Joxe Arregi, el pequeño hombre de Zizurkil, no pudo
superar la picana. Murió magullado, amoratado, con la piel arrancada
y sus huesos quebrados. ‘Oso latza izan da’, acertaron a oír sus
compañeros cuando llegó herido de muerte a Carabanchel.
El eco
no se ha amortiguado, a pesar del tiempo. La acústica incendiaria,
insultante, de las palabras del director de la Policía: “no ha
habido malos tratos”. La llamada desgarradora de Alfonso Sastre:
“Ahora griten contra la tortura o malditos sean”. Supe de las
lágrimas desde tu celda, en ese semblante risueño, cuando conociste
la muerte de Arregi. “Un muerto, un golpeado como jamás creí se
podría golpear a un ser humano”, escribió tu paisano Víctor Jara
en su último poema en el Estado Chile, horas antes, también, de su
fallecimiento.
El desasosiego, el sentimiento de amargura y el
dolor de tu propia carne, de tus huesos. Porque desde que te sacaron
de madrugada de tu vivienda en Madrid, adonde habías llegado meses
antes desde Estocolmo, refugio en letargo cuando los milicos
derrocaron a Allende, los golpes, las afrentas, la picana, te
perseguían como una pesadilla. Los mismos que mataron a Joxe Arregi
te hundieron las costillas, te humillaron como mujer, se mofaron de
tu maternidad, de tus dos hijos que esperarían en vano un retorno
que siempre llegaba en los cuentos coloreados apiñados en la mesilla
de su habitación.
Y cuando ingresaste en prisión, apenas te
podías poner en pie. Tus compañeras te acogieron, en el regazo como
a una muñeca deshilachada, como a un corazón escarchado, como a una
niña despojada de su ingenuidad. Temieron por tu vida. No te lo
dijeron, pero temieron por ella. Por una vida que quisiste proteger
cuando cruzaste el océano, huyendo de Pinochet para refugiarte en la
Suecia de postal, en la España democrática, monárquica, azote de
sus fantasmas decían que pasados. Presentes y muy presentes.
Deslizándose por cada una de las siete letras de la palabra tortura,
de sus cuatro consonantes y tres vocales, rojas como la sangre,
azules como los verdugos.
Aún cojearías durante meses,
arrastrando por los pasillos de la prisión la carga del suplicio.
Desde el fondo de la “ciega” escribiste a tu hermana: “De
ánimo, mucho mejor, aunque a ti puedo reconocerte que a veces me dan
unas tristezas muy grandes, en el sentido de que quisiera, por
supuesto, estar viviendo otras cosas, pero bueno, de todas maneras,
por mi forma de ser, soy capaz también de hacerme un tiempo
feliz”.
Se acabaron los días de tormento. Y tomaste una
decisión. Volver a Chile, a tu país donde habías nacido. En una
pequeña población al sur de Santiago, llamada Curicó, kurüko en
mapuche, aguas negras, donde los volcanes ya se adivinan y que,
Lucía, ya no reconocerías después de aquel terremoto que en 2010
derribó sus muros. A la clandestinidad, a la militancia, al
compromiso, en esa organización que siempre fue tu casa, el MIR.
Un
7 de setiembre de 1983, cuando todavía no te habías repuesto de tus
pesadillas, de aquella tortura que terminó con aquel pequeño hombre
de Zizurkil dos años antes, los militares asaltaron la casa en la
que te escondías Lucía, Piti como te llamaban tus
compañeros, en Santiago. En una vivienda del oriente de la capital,
en la calle Fuenteovejuna, número 1330. Sergio Peña, Jorge
Villavella y tú, Lucía, mirada alegre, ojos rebajados, capaz de
hacerte feliz por algún tiempo, fuisteis acribillados. Ametrallados.
Asomó la nada y se dibujaron los confines de la eternidad.
Los
medios fueron unánimes. Como en Madrid dos años antes. Terroristas,
enfrentamientos. Legalidad vigente versus subversión. En Madrid un
muerto, Joxe Arregi. En Santiago tres, Sergio, Jorge y Lucía. “Los
muertos entrenados en el extranjero”, dice El Mercurio. Lucía
Orfilia Vergara Valenzuela, dice el comunicado oficial, tiene
«presunta vinculación con la ETA, en España”. El secretario
nacional de la Juventud, pinochetista: «Esto va a servir para
que el pueblo chileno tome conciencia de una vez por todas que estos
enajenados, si bien son una minoría, constituyen un serio peligro
para la convivencia de todos, en paz y tranquilidad».
Deshumanizados, Lucía, deshumanizados os quiere el sistema. Me
llegan los ecos de aquel editorial de Diario 16, sólo un mes después
de la muerte por torturas de Joxe Arregi: “No hay derechos humanos
a la hora de cazar el tigre. Al tigre se le busca, se le acecha, se
le acosa, se le coge y, si hace falta, se le mata. Podrían caer
cincuenta etarras en combate y las manos de España continuarán
limpias de sangre humana”.
A esas bestias inhumanas habría
que echarlas a la laguna infernal, Estigia. ¿Sabes Lucía que
aquellos que concluyeron con tu vida en 1983 han sido imputados por
homicidio? ¿Sabes, mi querida compañera tan lejana y cercana a la
vez, que la brigada de Derechos Humanos de la Policía de
Investigaciones de Chile detuvo hace unos meses al jefe del operativo
militar de la calle Fuenteovejuna? ¿Sabes que la Justicia chilena
dictaminó hace dos años que lo de tu muerte no fue un
enfrentamiento sino un crimen premeditado?
Ay, Lucía. La
reparación no te devolverá tu sonrisa permanente, tu compromiso
militante. Pero al menos, restituirá la dignidad a tu hermana, a tus
hijos, a tus nietos. Siempre llevaron la cabeza alta. Ahora con el
resguardo oficial. Sin embargo, Lucía, aquellos que te torturaron en
Madrid en 1981 siguen impunes. Algunos de ellos fueron ascendidos en
su escala policial, otros condecorados, todos quedaron exentos. Ni el
tiempo ha sido capaz de corregir la anomalía, como sucedió en
Chile. En la España democrática, monárquica, “en paz y en
tranquilidad”, la tortura no existe, no ha existido. Qué abismo el
del Atlántico, qué hondura en las letras demócratas.
Tu
hermana me enseñó una carta que enviaste a tus hijos sólo unos
días antes de tu muerte en aquella encerrona de Fuenteovejuna. La
leo cuando, de improviso, me invade tu agonía: «Porque hubimos
muchos que nos tomamos de las manos y a pesar de los hijos presos,
muertos o torturados, a pesar de los hijos solos o lejos, fuimos
acumulando penas, alegrías y fuerza, y todo eso se convirtió en
libertad y el sol volvió a brillar».
Lucía no te conocí,
pero te recuerdo como si estuvieras a mi lado, sentada con esa
sonrisa ampliada. Te echo de menos.