La Transición fue represión política. Artículo imprescindible para entender dicho híbrido de suspensión de garantías y ley penal especial. Por Juan Manuel Olarieta.

Dibujo. (El escudo de España, un policía chorreando sangre).

LA TRANSICIÓN Y LA REPRESIÓN POLÍTICA

Juan Manuel Olarieta Alberdi

Revista de Estudios Políticos (Nueva Época) Núm. 70. Octubre-Diciembre 1990.

En la fase crucial de la crisis del franquismo (1969-1975), y aun después de aprobada la Constitución, se mantiene la dualidad represiva implícita en toda la trayectoria del régimen, hasta el punto de que la legislación que se promulga carece de directrices mínimamente coherentes.

Las normas jurídicas parecen atropellarse unas a otras en una combinación abigarrada de represión, que, por una parte, pretende ser selectiva y alcanzar únicamente a los flancos que bordean la legalidad; pero, por otra, en un momento de crisis, nadie era capaz de trazar esos flancos (1) y todos -o la mayoría- pretendían cambiar esa legalidad, de forma que resultaba imposible constreñir la represión a unos círculos determinados, evitando su desbordamiento. Además, si se pretendía -como parece- encauzar y dirigir la reforma política, evitando el protagonismo de la población (2), era imposible no sustraerse a la tentación de una represión masiva e indiscriminada.

Por todo ello, la transición se caracterizará por una vuelta a la legislación de posguerra, a una represión dura e indiscriminada que renace las leyes penales especiales -pretendidamente selectivas-, sin abandonar por ello los estados de excepción. “Unas reformas —escribió Fraga— reales, auténticas, efectivas; pero también graduales, prudentes y con mecanismos de seguridad” (3). Se crea así ese híbrido entre la normalidad -ley penal selectiva- y la excepción -suspensión de garantías-, que ha tenido la fuerza suficiente como para filtrarse entre el articulado constitucional (art. 55.2). Otra dualidad contradictoria es la que se engendra entre el fuero de guerra y los tribunales civiles. Los primeros no abandonan sus atribuciones a las primeras de cambio; no faltan disposiciones, como la Ley de Movilización Nacional, que retroceden hasta el estado de guerra, en el más puro ambiente de los años cuarenta, pero combinándolo al mismo tiempo con recursos jurídicos muy selectivos (4) que, no obstante, siempre pierden sus matices técnicos para degenerar en prácticas policiales indiscriminadas y abusivas.

La escalada represiva es fácilmente constatable en las propias cifras policiales, que dan los siguientes volúmenes anuales de detenidos (5):

AÑO / RECLUSOS

1973 / 57.306 – 1982 / 129.598

El incremento es, pues, del orden del 226 por 100 en nueve años. Una progresión de esa naturaleza no es explicable solamente por la crisis económica y el subsiguiente aumento de la delincuencia común. Responde principalmente a una acción represiva desproporcionada.

Los datos concuerdan con el fuerte incremento de la población penitenciaria, que comienza a alcanzar cifras que sólo se conocían en la posguerra (6):

AÑO / RECLUSOS

1975 / 8.440 – 1982 / 21.942

Porcentualmente, el aumento es del 260 por 100, que tampoco cabe explicar por la multiplicación de la delincuencia únicamente, ya que la mayor parte de ellos eran presos preventivos. Lo mismo se puede decir si se examina el problema desde el prisma del número de personas ingresadas en prisión, que crece un 169 por 100 en sólo siete años (7):

AÑO / RECLUSOS

1974 / 37.738 – 1976 / 35.478 – 1981 / 59.817

Todos estos datos prueban, con claridad manifiesta, que la transición política tuvo un fortísimo coste represivo. A fin de mantener la iniciativa y contrarrestar las exigencias populares, la burguesía no vaciló a la hora de emplear a la policía para imponer su reforma.

Dibujo (La justicia tirada por el suelo y agarrada por el pelo)

Es importante consignar, al respecto, el volumen de muertos por intervención de los diversos aparatos represivos, que agruparemos por trienios (8):

TRIENIOS / MUERTES

1970-1973 = 11 / 1974-1976 = 72 ; 1977-1979 = 107 ; 1980-1982 = 137 ; 1983-1985 = 122 . TOTAL 459

En total, 459 personas han visto la muerte por intervención de los cuerpos represivos, generalmente a causa del empleo de armas de fuego. A la cifra habría que sumar los muertos en las prisiones, que ascienden a una cantidad no despreciable. Todo esto acompañado de la acción parapolicial de los grupos ultraderechistas, cuyo saldo mortal es el siguiente:

PERIODOS / ASESINATOS

1976-1980 = 58 ; 1981-1985 = 37 . TOTAL 95

La mayor parte de estas muertes quedaron impunes; no pocas eran también resultado de actividades de la propia policía, actuando clandestinamente en funciones de «guerra sucia». Por ello no se investigaron nunca determinados asesinatos. Las que provocó la policía se despacharon con escuetas notas de prensa, generalmente alusivas a que el fallecido tenía antecedentes o que huyó tras dársele el alto. Pero más de 500 víctimas mortales de la represión dan para pensar que la policía disponía de un respaldo total para actuar, incluso empleando armas de fuego. La comparación con la época de Franco, por otra parte, deja constancia de que las cifras de muertes son mucho más numerosas en la nueva etapa constitucional, poniendo al descubierto la falacia de una «transición pacífica» que ha tenido tal coste sangriento.

Además, las declaraciones de altos responsables de la segundad del Estado han aplaudido abiertamente el empleo sistemático de la violencia, incluso aunque se produzca al margen de los cauces legales. En octubre de 1983, la prensa se hacía eco de que en medios militares se apoyaba cualquier método de acción policial frente a la escalada violenta de las organizaciones y grupos armados (9). Un mes más tarde, el director general de la Guardia Civil, Sáenz de Santa María, manifestaba a la prensa que «a los terroristas hay que detenerlos o eliminarlos» (10).

En agosto del año siguiente, este mismo militar defendía el empleo de «todas las medidas» que estén al alcance de la policía, «y algunas que incluso no lo estén», con tal de conseguir sus objetivos, añadiendo que «existen medidas que no se pueden decir, y que caso de que trascendieran públicamente habría que negarlas» (11). Del alcance de este tipo de concepciones da idea el siguiente despacho de la agencia Reuter:

“La Administración de Ronald Reagan está estudiando la opción política de asesinar (sic) a los presuntos líderes de movimientos terroristas, según informó ayer la cadena NBC de la televisión norteamericana. La Casa Blanca se negó a comentar estas informaciones” (12).

Desde finales de los años sesenta, el régimen vivió en una continua tensión entre dos tendencias de su propio seno, generalmente polarizadas en torno al asociacionismo político: los aperturistas y los inmovilistas. Los primeros surgieron al calor del gigantesco proceso de acumulación capitalista desatado en la década de los sesenta en torno a los planes de desarrollo. Expresión de su protagonismo fue la Ley Orgánica del Estado de 1967. Frente a ellos, los inmovilistas trataron de plegar filas en torno a una serie de principios manifiestamente en crisis a causa del progresivo aislamiento del régimen. Los primeros eran más fuertes que estos últimos, pero no pudieron superar la grave crisis del régimen y tuvieron que acudir en auxilio de la oposición. La clase obrera desbordaba cotidianamente todos los cauces legales y reducía peligrosamente los márgenes de beneficio para la burguesía. Sin embargo, no solamente la legalidad y las instituciones franquistas estaban aisladas y desacreditadas: tampoco la represión tenía efecto alguno. Entre 1967 y 1971, el estado deexcepción se convierte en algo permanente y cotidiano.

Pero cada vez que se promulga suscita una reacción intensa entre la población antifranquista. Demuestra, por otro lado, la bancarrota del sistema: es una prueba de debilidad y de descontrol que reaparece periódicamente.

El primer aviso grave se produce en 1969, verdadero punto de arranque de la crisis del régimen, que desata una fuerte represión para consolidarse.

Dibujo de Sánchez Casas «Los jueces».

No obstante, el movimiento de masas es cada vez más fuerte, y pese a su desorientación, es capaz de sobreponerse y desafiar a las fuerzas represivas, como lo demuestran las luchas masivas contra el juicio de Burgos, en diciembre de 1970. Durante este año se produjeron 1.547 huelgas:

“Muchos conflictos degeneraron en graves enfrentamientos entre la policía y los huelguistas. Ocho trabajadores resultaron muertos en ellos entre 1970 y 1973: tres en Granada, en julio de 1970; uno en Madrid, en septiembre de 1971, en una huelga de la construcción; otro más en Barcelona, en noviembre, cuando la policía intentó desalojar las plantas de la factoría SEAT, ocupadas por unos 7.000 obreros en huelga; dos más en El Ferrol, la ciudad natal de Franco, en marzo de octubre de 1989), al tiempo que la CÍA pedía «luz verde para derrocar dictadores” (El País de 18 de octubre).

Al respecto, cfr. C. M. DÍAZ BARRADO:

“La pretensión de justificar el uso de la fuerza con base en ‘consideraciones humanitarias’. Análisis de la práctica internacional contemporánea”, en Revista Española de Derecho Internacional, núm. 1, 1988, págs. 41 y sigs. 1972 y otro, finalmente, al año siguiente, en una huelga en una central nuclear en construcción cerca de Barcelona (San Adrián del Besos)» (13).

Es una crisis que abre nuevos cauces al movimiento de masas y da lugar a nuevas respuestas legales, materializadas por las reformas de 1971, cuyo propósito es evitar tener que recurrir continuamente a los estados de excepción. Es por ello que, a pesar de la grave crisis, entre 1971 y 1975 no se promulgó ningún estado de excepción.

“Cinco de los seis estados de excepción decretados durante los últimos años -afirma un informe de la época- lo fueron entre 1967 y 1971. Tal frecuencia en la utilización de un recurso tan impopular preocupó al Gobierno y le llevó a buscar nuevas fórmulas, menos espectaculares, pero igualmente eficaces. Así se procedió a introducir mediante equivalentes dentro de la jurisdicción ordinaria, especialmente a través de la Ley de Orden Público, modificada en 1971. Con ello quedaba institucionalizada una situación permanente de estado de excepción, que, por otra parte, ha sido la que de hecho ha prevalecido en Euskadi durante los últimos treinta y nueve años” (14).

De ahí la importancia de la reforma de julio de 1971, por la cual, como escribe Fernández Segado, la Ley de Orden Público «adquirió en algunos de sus puntos una fisonomía muy distinta de la que hasta entonces tenía», resultando finalmente «el texto más polémico y el que mayores críticas suscitó de todos los promulgados por el régimen nacido en 1936» (15).

Las modificaciones actuaron en dos aspectos básicos: primero, el procedimiento penal especial, aplicable, bajo el estado de excepción, por el Tribunal de Orden Público, y segundo, se desarrollan, sobre todo, los mecanismos preventivos e intimidatorios:

“Se trata, en realidad -concluye Fernández Segado-, de evitar tener que recurrir a situaciones excepcionales, que siempre van en desprestigio del Gobierno que a ellas acude. De ahí, según nuestro punto de vista, que se refuercen las facultades de la autoridad gubernativa en situaciones de normalidad, lo que es en extremo criticable, pues va en contra de los derechos y libertades fundamentales de la persona” (16).

La reforma de la Ley de Orden Público consistió, sobre todo, en la potenciación de las facultades sancionadoras de la Administración: se multiplicaron las cuantías de las multas, tolerando la llamada «responsabilidad personal subsidiaria» por impago de multas y eliminando, como sancionó la jurisprudencia, los trámites de la Ley de Procedimiento Administrativo, incluso el de audiencia del interesado, así como el pliego de cargos (17); se exigió el depósito previo para recurrir, etc. Las multas sustituyen al estado de excepción; tienen la ventaja de ser automáticas y de eludir la intervención judicial para obtener el mismo resultado: encarcelar al militante, al activista, al agitador por mera decisión gubernativa. La reclusión se convertía en un puro internamiento administrativo. La facultad sancionadora de la Administración juega en la represión franquista un claro papel de amortiguamiento: el número de presos condenados por delitos políticos desciende, mientras el de recluidos por «infracciones administrativas» aumenta. Se trata, por tanto, de un reclutamiento penitenciario que se mueve a contracorriente de los demás: crece cuando los demás descienden y desciende cuando los demás aumentan.

En noviembre de 1971 se retocaron, además, el Código Penal y el de Justicia Militar en materia de terrorismo, que suponen un retorno a la etapa anterior, a la etapa de posguerra, es decir, a una represión caracterizada por el empleo de leyes penales especiales. Esto, unido a las multas administrativas, es lo que permite arrinconar temporalmente a los estados de excepción en el período crucial de 1971 a 1975.

Dibujo M.P.M. (manos ajenas tapan boca, orejas y ojos a una persona)

Esta reforma crea las figuras que el Tribunal Supremo calificó de «terrorismo menor» (18), y que, si se examinan despacio, revelan que «terrorismo» era ya cualquier cosa, por cuanto se refería “(…) a los que, actuando en grupo y con el fin de atentar contra la paz pública, alteren el orden, causando lesiones o vejación en las personas, produciendo desperfectos en las propiedades, obstaculizando las vías públicas u ocupando edificios”.

Las reformas de 1971, por tanto, trataron de evitar las continuas declaraciones de estados de excepción. Pretendieron transformar al estado de excepción en un recurso verdaderamente excepcional. Salvaron, en efecto, la situación durante un breve período, para finalmente claudicar, en 1975, ante nuevas exigencias del movimiento de masas, que seguía creciendo y radicalizándose, aun a pesar de la durísima represión.

En abril de 1975 se promulga el último estado de excepción. Con tal motivo, el entonces gobernador civil de Guipúzcoa, una de las provincias afectadas, Rodríguez Román, que luego sería director general de Seguridad, manifestó a la prensa que «el estado de excepción decidido por el Gobierno para Guipúzcoa no es una respuesta a una alteración masiva del orden público, ya que ésta no existía en el momento de ser decretado tal estado… El actual estado de excepción tiene por objeto poner coto a los actos de terror y subversión por parte de un mínimo de personas que tratan de subvertir la pacífica vida ciudadana». Calificó el estado de excepción como «un instrumento más ágil y eficaz en manos de las Fuerzas de Orden Público y de las autoridades», y acabó deseando que la vida guipuzcoana discurra por cauces de la máxima normalidad, «como así viene sucediendo» (19). No podía expresarse mayor incongruencia, demostrativa, por otra parte, no ya del carácter preventivo de tan drástica medida, sino también de su gratuidad frente a la población. Según Fusi, fueron detenidas 2.000 personas “(…) en los días inmediatos. Grupos de incontrolados sembraron el terror en la población civil. Familiares de supuestos miembros de ETA, personas conocidas por su vasquismo, algún sacerdote, abogados de presos, fueron amenazados y agredidos y sus propiedades atacadas (además, un matrimonio resultó muerto el 14 de mayo en Guernica, cuando la Guardia Civil abrió fuego al intentar detener a un activista de ETA, que también murió, así como un sargento del cuerpo; luego, un joven moriría en San Sebastián, en septiembre, en una manifestación). El 12 de mayo, la derecha organizó un tumultuoso acto de afirmación patriótica en Bilbao” (20).

Por su parte, Paul Preston ha escrito que el estado de excepción «desencadenó una operación a gran escala de terror policial contra las poblaciones de las dos provincias. Se asaltaban los domicilios y los despachos de los sospechosos. Las detenciones alcanzaron tales proporciones, que fue preciso habilitar, por corto tiempo, la plaza de toros de Bilbao como centro de detenciones. Torturas y palizas estaban a la orden del día. Se utilizó como rehenes a las esposas y novias de los hombres perseguidos, y se las sometió a vejaciones inhumanas. La intimidación de la población se intensificó mediante la actuación de los comandos terroristas de ultraderecha» (21).

Después de este último estado de excepción aparece, acto seguido, la primera Ley Antiterrorista, que, como decimos, también era un estado de excepción.

La transición política se caracterizará precisamente por ese híbrido de suspensión de garantías y ley penal especial, finalmente consagrado en el artículo 55.2 de la Constitución vigente.

Sin embargo, el cuadro legislativo de represión política quedaría muy incompleto si no tuviéramos en cuenta una disposición específica dirigida contra la clase obrera, que venía a significar el estado de guerra en el interior mismo de los centros de trabajo.

Notas:

(1) «Las distinciones son aquí, como en otras cosas, borrosas: la oposición prohibida por la ley, pero tolerada en la práctica, ¿es legal o ilegal?» (Luis GARCÍA SAN MIGUEL: Teoría de la transición. Un análisis del modelo español (1973-1978), Editora Nacional, Madrid, 1981, pág. 49).

(2) «Pocas veces el destino de un país ha dependido de un modo tan claro de la capacidad, imaginación, trabajo y desinterés de un grupo social, los políticos, que a los efectos básicos no creo que rebasen las 5.000 personas. Si logran ponerse de acuerdo para crear un campo de juego razonable, que evite los extremismos; si están dispuestos a jugar ese juego de modo progresivo en los años próximos, en vez de ir ahora a un hartazgo general, y si consiguen presentar al resto del país un número limitado y claro de opciones alternativas, el país futuro será un país habitable» (M. FRAGA IRIBARNE: España en la encrucijada, Adra, Madrid, 1976, pág. 88).

(3) M. FRAGA IRIBARNE: óp. cit., pág. 30.

(4) Cfr. SERGIO VILAR: La naturaleza del franquismo, Península, Barcelona, 1977, pág. 156; también, JUAN DE MIGUEL ZARAGOZA: «Elementos para la definición internacional del terrorismo», en Boletín de Información del Ministerio de Justicia, núm. 1.152, 1978, págs. 4-5.

(5) A. SERRANO GÓMEZ: «Evolución social, criminalidad y cambio político en España», en Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales, 1983, págs. 282-283.

(6) Ibídem, pág. 297.

(7) Ibídem.

(8) Elaboración propia en base a informaciones periodísticas.

(9) El País, 21 de octubre de 1983.

(10) Ibídem, 17 de noviembre de 1983.

(11) Ibídem, 25 de agosto de 1984. Esta política ha tenido materializaciones delictivas concretas: en febrero de 1990 se archivaban unas diligencias incoadas contra un comisario de policía que había dirigido un secuestro en Francia en el que resultaron detenidos varios policías, pese a que había confesado públicamente su responsabilidad en el caso.

(12) Ibídem, 13 de julio de 1985. La coordinación internacional al respecto es evidente. Para el caso británico, véase PEIO AIERBE: La lucha armada en Europa, San Sebastián, 1989, pág. 106. En octubre de 1989, el Departamento de Justicia estadounidense autorizó al FBI a secuestrar «delincuentes» en el extranjero y llevarlos a Estados Unidos (El País, 15 de octubre de 1989), al tiempo que la CÍA pedía «luz verde para derrocar dictadores» (El País de 18 de octubre). Al respecto, cfr. C. M. DÍAZ BARRADO: «La pretensión de justificar el uso de la fuerza con base en ‘consideraciones humanitarias’. Análisis de la práctica internacional contemporánea», en Revista Española de Derecho Internacional, núm. 1, 1988, págs. 41 y sigs.

(13) JUAN PABLO FUSI: Franco: autoritarismo y poder personal, El País, Madrid, 1985, págs. 195-196.

(14) Euskadi: el último estado de excepción de Franco, Ruedo Ibérico, París, 1975, pág. 8; LUIGI BRUÑÍ: ETA: historia política de una lucha armada, Txalaparta, Bilbao, 1987, pág. 227.

(15) F. FERNÁNDEZ SEGADO: El estado de excepción en el Derecho constitucional español, EDERSA, Madrid, 1977, pág. 346.

(16) Ibídem, pág. 349.

(17) L. MARTÍN RETORTILLO: Las sanciones de orden público en el Derecho español, Madrid, 1973, págs. 199 y sigs.

(18) Cfr. C. LAMARCA PÉREZ: Tratamiento jurídico del terrorismo, Ministerio de Justicia, Madrid, 1985, págs. 149. Se refiere la autora a la sentencia del Tribunal Supremo de 30 de enero de 1975, que se expresa en tales términos.

(19) Pueblo, 29 de abril de 1975; en Euskadi: el último estado de excepción, página 27, hay una cita parcial de esta entrevista con el entonces gobernador civil de Guipúzcoa.

(20) J. P. Fusi: o. cit., pág. 231.

(21) PAUL PRESTON: El triunfo de la democracia en España (1969-1982), Plaza y Janes, Barcelona, 1986, pág. 97.

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