La fuga de Santrich, cuando un invidente tiene que hacer de guía para lograr la clandestinidad…

Portada del libro.

Colombia:

Extractos del libro «La segunda Marquetalia, la lucha sigue»,

Sobre la reincorporación a la clandestinidad de Santrich

Nada (ni si quiera una discapacidad visual) puede detener a quien tiene latiendo un mundo nuevo en su corazón.

“(…) En realidad, ya en ese momento tenía la decisión de partir hacia una zona segura, porque tenía la certeza dada por buena fuente, de que la citación hecha por la Corte Suprema de Justicia de manera apresurada (si se toma en cuenta el ritmo con que llevan otros procesos) era la de capturarme en la misma diligencia fechada para el día 9 de julio a las 09:00 horas, que era como estaba dispuesta por la sala de instrucción de mayoría uribista.

Ya en Tierra Grata y enterado como estaba de la situación, el “plan de escape” lo hice yo mismo en mi mente sin comunicarle a nadie en especial.

No organicé un grupo compacto, sino que contacté por separado a un par de locos extraordinarios, muy buenos, que me habían acompañado en el pasado en la unidad de propaganda del Bloque Caribe.

A Joche le pedí entonces que contratara un carro de los que regularmente suben a la Sierra de Manaure y lo pusiera a esperar unos insumos agrícolas que le llevaría Daniel con destino a la reforestación que se estaba dando en la parte alta.

Mientras tanto hice colocar dos llantas viejas junto a la ventana para facilitarme la salida de la habitación.

Dibujo. (mano de preso es cogida por la un solidario)

El vuelo del guerrillero ciego.

Un vehículo, conocido en el ETCR, fue parqueado cerca al callejón que pegaba con la ventana de mi cuarto.

Cuando llegó Daniel al billar, me despedí y me fui para mi habitación. Ya eran las 20:55.

A las 21:00 entré con Daniel al cuarto. Cerré la puerta con seguro y de inmediato le dije en voz baja que apagara los teléfonos y con una seña de silencio con el índice en mis labios, lo insté a que saliera por la ventana con los bolsos.

Él no parecía entender nada. Yo cogí una máquina de afeitar que tenía en el bolsillo externo del maletín (dice Santrich) y me quité el bigote rápidamente, doblé el bastón y musitando le dije que lo asegurara y le entregué la esquela que de mi puño y letra había escrito para la Chata, jefe del esquema de seguridad, en la que le decía que me iría esa noche a visitar a mi hijo y que nos veríamos en la mañana en Valledupar; que llamara a Daniel a las 08:00 del domingo, para comunicarle dónde me debía recoger a fin de movernos para Barranquilla.

Ahí fue cuando Daniel reaccionó y se puso las pilas.

Entonces me pasó una gorra para que me la pusiera, acondicionó la nota en la cabecera de la cama, cruzó la ventana y luego me ayudó a salir.

Pasados unos minutos subimos al carro que ya estaba con el motor encendido.

Joche nos dijo que el ejército venía bajando del área de la reforestación, y que ya la otra patrulla de relevo iba para arriba. Como noté algo de confusión, les dije que ni modo, que Daniel y yo, nos marchábamos de todas maneras.

«No hay problema (dijo el amigo del carro que nos había transportado desde Tierra Grata) yo los acompaño», y enseguida los otros también se mostraron dispuestos.

Y salimos con las ventanas abiertas para no generar curiosidad ni sospechas. Y apenas estábamos emprendiendo la ruta hacia la sierra, el chófer avistó (a unos 150 metros) varias luces de linterna.

Burlándose del chófer Joche le dio un coscorrón y en voz baja lo “increpó”: «¿No les dije que el ejército venía bajando y que la otra patrulla subía a relevarlos? Ese es el Batallón de alta montaña, ya lo que fue, fue, total es que vamos a llevarle una comida a los trabajadores de la reforestación y a pasar unos días con ellos, ¿quién nos va a sacar de esa historia?», dijo riendo en coro con Moncho y Peyo, sin mostrar nerviosismo.

Pensé entre mí, estos son los locos que necesitaba para esta vuelta.

El vehículo avanzaba lento y los segundos se hacían eternos, yo desenfundé la machetilla, por si acaso… No porque podría luchar contra nadie sino para resolver el problema conmigo mismo en caso de emergencia.

La patrulla, apostada a lado y lado de la vía oscura semejaba una calle de honor. Los fusiles al hombro, en intervalos de unos diez metros, sudorosos, cansados y con los equipos en el suelo. Venían bajando a pie desde lo alto de la montaña y estaban haciendo un descanso sin sentarse.

Pitamos para saludar, esperando que nos hicieran el pare, pero con las manos nos fueron haciendo señas de que siguiéramos.

Cuando ya pasamos la larga hilera, uno de los acompañantes dijo que con seguridad hacia arriba no había más militares, porque esa era la gente que esa semana había permanecido en el puesto de control, y que lo más lógico es que los otros llegaran al otro día, porque por más que caminaran esa noche el cuero no les daría para subir esa loma en menos de seis horas. «En cincuenta minutos estaremos arriba», concluyó.

En ese momento Joche, mirando aún los rostros impactados por el susto, se echó a reír, burlándose de todos. Entonces dijo: «Hermano, ya nos volamos; aquí no nos agarra ni la CIA con toda su fama». Todos soltamos la carcajada y el ambiente se distensionó.

Luego de un silencio, agregó: «No joda, yo sabía que esto no era ningún fertilizante, yo lo sabía… Menos mal que nos trajimos unas botas de cuero buenas para el barro, porque está lloviendo y ese camino debe estar feo».

A las 23:30 los fugados divisaron entre la niebla y los pinos gigantes la Casa de Vidrio, mientras arriba se insinuaba el destello de los luceros.

El carro detuvo su marcha en una puerta de golpe que señalaba la ruta hacia un camino enlodado. Rápidamente descendieron todos sus ocupantes. El primero fue Santrich y luego los tres locos que lo acompañaban, Joche, Peyo y Moncho.

Postal. (puño por encima de alambrada, mano toca una estrella roja)

En busca del río de la esperanza.

El frío era inclemente (recuerda Santrich) y como la brisa del páramo nos mojaba con su rocío, nos pusimos las chaquetas y nos aperamos para iniciar la marcha.

Ya habíamos avanzado un gran trecho, cuando resolví cambiar la dirección del avance para desinformar a los del campero sobre la exacta dirección de nuestro repliegue.

Entonces orienté buscar el camino hacia el río Esperanza.

Los muchachos respondieron que esa trocha debía estar perdida, porque hacía muchos años nadie transitaba por esos lugares; que la última vez que cruzaron por ahí fue en el 2008.

No quiero sorpresas desagradables al utilizar un camino abierto inexplorado (reaccionó Santrich con voz resuelta). La marcha es por donde digo, así nos toque trochar con machete, y si nos perdemos veinte días o un mes, no importa, porque el río no solo brinda seguridad, sino que tiene suficiente coroncoro y bocachico, como para no dejarnos morir de hambre.

Sin mayor discusión, Moncho tomó la vanguardia y guió al pequeño grupo por una sabana de niebla, hacia el norte, pero con una certeza vaga de que marchaban en dirección al extravío. Y efectivamente, al rato estaban perdidos.

Lo percibió el propio Santrich al manifestarle a Peyo que tenía la impresión de que estaban describiendo una U. «No señor, vamos bien», respondió Peyo.

Unos metros más adelante Moncho paró la marcha en una sabana encharcada y dijo que debía explorar porque no tenía convencimiento de que ese fuera el camino.

Entonces recostamos nuestros equipos en unas matas de frailejón mientras el guía se orientaba. Este salió volando con su linterna encendida, pero a pocos metros se lo tragó la niebla. Pasó una hora y el hombre no aparecía. «Esto está raro (murmuró Peyo). Si la niebla se está disipando ¿por qué diablos no se ve la luz de Moncho?»

Me preocupé (comenta Santrich) y por eso les dije a Peyo y a Daniel que lo mejor era movernos hacia un cerro enmontado, que según me informaron, empezaba a mostrar su silueta a media distancia.

Desde allí podremos observar seguros lo que está pasando con Moncho.

Entonces encaletamos la maleta del desaparecido en unos arbustos y con las linternas apagadas nos dirigimos al cerro. Yo (dice Santrich) me agarré del bolso de Daniel y avanzamos loma arriba, tomando el cuidado de borrar nuestras propias huellas. Adelante iba Peyo abriendo el camino, pero el monte estaba muy cerrado y no encontraba por donde seguir. Tuvo que prender la linterna para poder avanzar.

Unos minutos después alcanzamos una pequeña explanada (dice Santrich) donde ellos habían logrado divisar un resplandor a lo lejos, en sentido contrario de donde veníamos. Entonces les orienté avanzar un poco más para buscar un punto de descanso donde tuviéramos dominio de la sabana.

Bajamos los morrales y Peyo se adelantó un trecho para explorar qué seguía adelante, y desde el nuevo punto encendió su linterna y empezó a llamar a gritos a Moncho, porque había visto una luz verde de linterna solitaria que venía por la ruta que nosotros traíamos.

Entonces le dije a Daniel que nos rodáramos hacia el lugar donde estaba Peyo, y al llegar lo encontramos agachado, cagado de la risa, porque había encontrado nuestro propio rastro al momento de iniciar la marcha hacia el río. No habíamos hecho una U, sino una O completa.

Cuando llegó Moncho nos comentó que se había perdido en un laberinto de caminos cerrados en niebla, pero que había encontrado un sendero viejo que parecía se alargaba en dirección al río que buscábamos en medio de la oscuridad.

Se había configurado de repente una escena inusual en la que un ciego orientaba a tres locos sobre el camino a seguir, un camino que parecía estaba jugando a las escondidas con ellos.

A las dos de la mañana el jefe ordenó reiniciar la marcha en busca del sendero dudoso indicado por Moncho.

Unos minutos después (relata Santrich) Daniel me comentó que el resplandor se seguía viendo muy fuerte en dirección hacia donde marchábamos, pero un poco a la izquierda.

Tuve la impresión que íbamos en sentido noroccidente, y por eso detuve la marcha. Pensé que si seguíamos así nos iba a sorprender la mañana en esa extensa sabana, un área excesivamente crítica, que no ofrecía ninguna seguridad en el caso de ser sorprendidos por un operativo del ejército.

Pero para tranquilizar a mis acompañantes les dije que antes de las seis de la mañana era imposible que los policías se enteraran de nuestra fuga, agregando que al percatarse que no habíamos pernoctado en el ETCR, saldrían a buscarnos a Valledupar, como explicaba la nota dejada a la jefe de seguridad.

Esa tarde llegamos a una quebrada pequeña flanqueada por árboles enormes, sin frío y sin neblina, donde decidimos acampar.

Habríamos podido caminar otras dos horas (precisa Santrich) pero lo cierto es que yo iba bastante cansado y con las canillas algo golpeadas por la marcha nocturna en la que, quizá por la falta de hábito que había acumulado, y por no contar con un buen bastón para andar, varias veces me di contra las piedras, o tomé bruscamente los altibajos. Calculo que me había caído unas seis o siete veces durante la marcha nocturna. (…)

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