Recomendando lecturas:
La voz dormida
Dulce Chacón
A los que se vieron obligados a guardar silencio, así reza la primera frase de La voz dormida, la exquisita novela de Dulce Chacón sobre los que vivieron la represión del fascismo en sus carnes propias por luchar contra él. Y extensible es esa primera frase también para los que lucharon por sus ideales de justicia y libertad, en primera, segunda o tercera persona. Para las madres, padres, compañeras, compañeros, hermanas, hermanos, hijos o hijas que han tenido que tragar litros de bilis y rabia ante tan poderosos enemigo –que no invencible- como es el fascismo. El argumento de la novela es la Guerra Revolucionaria Española, un tema que no todos los habitantes de esta nuestra dolida España conocen. Desde el punto de vista de los vencedores es fácil y asequible: llegamos y vencimos: Libros, películas, la educación, la trágala, la picana… pero ¿y desde el de los vencidos?. Por eso este libro nos aporta cosas novedosas, que no nuevas en absoluto: la Guerra Civil contada desde las vivencias de un grupo de mujeres encarceladas en el abarrotado penal de Ventas, en Madrid, que con capacidad para 450 presas, albergó a más de 4.000.
Este libro, además de contarnos hechos ocurridos en la contienda, con excelentes recreaciones, nos cuenta de primera mano las experiencias vividas por nuestras protagonistas, enlazadas de forma magistral por la autora y sin que pierda ninguna un ápice de su independencia. Además de todo esto, es capaz de conmovernos a cada palabra que leemos, por la manera en que la escritora nos describe cada detalle.
Una novela basada en historias reales, crueles, de mujeres reales que sufrieron dicha crueldad, que sufrieron las barbaridades del fascismo por el hecho de pertenecer al campo republicano. En ella se mezclan las historias de Hortensia, Elvira, Reme, Tomasa, Manolita… o las Trece rosas, trece apenas niñas asesinadas por el simple hecho de pertenecer al PCE y a las Juventudes Socialistas Unificadas.
Ya desde el comienzo, se nos muestra –camuflado, eso sí, en un velo de misterio novelesco- el dramático final de la obra; pero, no por ello, deja de sorprendernos en cada página que leemos, seduciéndonos al final de cada capítulo para comenzar a leer el siguiente. En el final de cada parte, el lenguaje poético predomina sobre el narrativo. Este recurso apela más a la emoción que a la reflexión. Y por eso transmite tanto y tan profundamente.
Estas presas revolucionarias enarbolan la bandera de la dignidad y el coraje como única arma posible para enfrentarse a la humillación, la tortura y la muerte. Por esto esta novela puede ser calificada como imprescindible: es una de las voces de los que jamás pudieron escribir la historia, porque sus manos fueron cortadas y su lengua arrancada para que no pudieran coger ni la pluma ni esgrimir la voz. La obra bucea en el papel que las mujeres jugaron durante unos años decisivos para la historia de España. Relegadas al ámbito doméstico, decidieron asumir el protagonismo que la tradición les negaba para luchar por un mundo más justo y libre. Unas en la retaguardia, y las más osadas en la vanguardia armada de la guerrilla, donde dejaron la evidencia de su valentía y sacrificio. Fueron asesinadas, torturadas, violadas y ninguneadas por ello, pero ahí estuvieron, en la primera línea. La novela, que le valió a la escritora Dulce Chacón el Premio Libro del Año 2002 otorgado por el Gremio de Libreros, está dedicada las mujeres que me han contado la historia de las voces tan calladas tanto tiempo. Yo les he dado voz y un cauce para que pudieran hablar. Algunas era la primera vez que lo hacían y todavía sentían miedo y querían que cerrase las ventanas y hablara bajito para que no nos oyera nadie.
La obra es más preciosa aún si se tiene en cuenta que traslada documentos originales sobre las represaliadas y recoge canciones populares e históricas que han tratado de ser silenciadas y olvidadas por los demócratas de nuevo y viejo cuño.
Dulce Chacón
Nacida en Zafra (Badajoz) el 3 de marzo 1954 y fallecida en Madrid el 3 de diciembre de 2003), Dulce Chacón era hija del también poeta y alcalde de Zafra Antonio Chacón; contaba sólo con 12 años de edad cuando su padre murió.
De familia conservadora pero culta, la madre se llevó a la familia desde Extremadura a Madrid y Dulce, junto a su hermana gemela, acabó en un colegio internado. Así fue como Chacón comenzó a escribir poesía, para huir de los traumáticos y brutales cambios que estaba viviendo.
Durante la adolescencia leyó abundantísima poesía social, a César Vallejo, Cernuda, José Ángel Valente, Hernández, Paul Celan… autores que tendrán un fuerte peso en su estilo personal de escritura y narración.
En una entrevista en el año de su muerte, contestó con total aplomo a la pregunta: ¿Cómo una mujer con raíces y educación de derechas se le ocurre escribir una novela sobre la represión franquista y la guerrilla?: Siempre me contaron los sufrimientos de los ganadores de la Guerra civil, pero me di cuenta que sólo era el punto de vista de los vencedores. En mi juventud comienzo a saber que existe otro lado de la historia al tiempo que surge en mí la inquietud política de izquierda, antifascista. En ‘La voz dormida’ lo que realizo es un homenaje a los republicanos que perdieron la guerra, es decir, a las gentes que no tuvieron la oportunidad de contar su historia, la que a mí no me habían contado. He estudiado documentación catorce años y medio, de ahí sale esta voz de los sin voz.
En octubre de 2003 le fue diagnosticado un cáncer terminal. Dulce Chacón moría en diciembre de ese mismo año. Dejaba a su marido, Miguel Ángel, y dos hijos. Demasiado joven –49 años- para alcanzar su total madurez como escritora consagrada. Demasiado trabajadora –12 obras- para no ser reconocida como una de las grandes escritoras de izquierdas en la España del siglo XX y XXI. Mujer antifascista, antimperialista, sensible y excelente escritora. No nos pudo dejar mejor legado.
Obras:
Premio
de Poesía Ciudad de Irún, por Contra
el desprestigio de la altura,
1995.
XXIV Premio Azorín, por Cielos
de barro,
2000.
Premio Libro del Año 2002, por La
voz Dormida
Poesía:
Querrán
ponerle nombre (1992)
Las palabras de la piedra (1993)
Contra
el desprestigio de la altura (1995)
Matar al ángel (1999)
Cuatro gotas (2003)
Novelas:
Algún amor que no mate (1996)
Blanca vuela mañana (1997)
Háblame, musa, de aquel varón (1998)
Cielos de barro (2000)
La voz dormida (2002)
Teatro:
Algún amor que no mate, 1998,1999,2000
Segunda mano, 1998
Otros:
Te querré hasta la muerte, 2003, pp. 61-64. Cuentos
Fragmento de ‘La voz dormida’
1. La mujer que iba a morir se llamaba Hortensia. Tenía los ojos oscuros y no hablaba nunca en voz alta. Sólo cuando la risa le llenaba la boca, se le escapaba un Ay madre mía de mi vida que aún no había aprendido a controlar, y lo repetía casi a gritos sujetándose el vientre. Se pasaba gran parte del día escribiendo en un cuaderno azul. Llevaba el cabello largo, anudado en una trenza que le recorría la espalda, y estaba embarazada de ocho meses.
Ya se había acostumbrado a hablar en voz baja, con esfuerzo, pero se había acostumbrado. Y había aprendido a no hacerse preguntas, a aceptar que la derrota se cuela en lo hondo, en lo más hondo, sin pedir permiso y sin dar explicaciones. Y tenía hambre, y frío, y le dolían las rodillas, pero no podía parar de reír.
Reía.
Reía porque Elvira, la más pequeña de sus compañeras, había rellenado un guante con garbanzos para hacer la cabeza de un títere, y el peso le impedía manipularlo. Pero no se rendía. Sus dedos diminutos luchaban con el guante de lana, y su voz, aflautada para la ocasión, acompañaba la pantomima para ahuyentar el miedo.
El miedo de Elvira. El miedo de Hortensia. El miedo de las mujeres que compartían la costumbre de hablar en voz baja. El miedo en sus voces. Y el miedo en sus ojos huidizos, para no ver la sangre. Para no ver el miedo, huidizo también, en los ojos de sus familiares.
Era día de visita.
La mujer que iba a morir no sabía que iba a morir.
2. El muñeco de Elvira vuelve a ser guante en su mano derecha. Hortensia lo contempla, sin dejar de acariciarse el vientre y procurando que Elvira no advierta su mirada. Un guante. Un solo guante, un guante diminuto tejido por las manos amorosas de una madre puede convertirse en desconsuelo si no se anda con precaución, si la cautela deja de ser compañera de viaje por un descuido, por un instante, el tiempo suficiente para que un rostro se vuelva, para que unos ojos vean lo que hubiera sido mejor que no vieran.
Hortensia se encontraba junto a Elvira en el locutorio, una habitación con un pasillo central flanqueado por vallas tupidas y metálicas. Por el interior del pasillo caminaba una funcionaria vigilando a las internas y a sus familiares. A Elvira la visitaba su abuelo y a Hortensia su hermana, Pepa. Ninguno de los cuatro acertaba a oír nada. Hortensia gesticulaba para que su hermana entendiera que su embarazo no le causaba molestias. Articulaba las palabras precisas, una a una, las justas, despacio, para que Pepa llevara a su marido muchos besos de su parte. Y se abrazaba a sí misma para enviarle un abrazo.
La algarabía de los visitantes no permitía que Hortensia escuchara lo que su hermana se afanaba en decirle. A gritos, Pepa intentaba ponerla al corriente de que aún no habían fijado la fecha de su juicio.
—Que todavía no se sabe cuándo saldrá tu juicio.
—¿Qué?
—El juicio, que no se sabe nada.
Hortensia se agarró a la alambrada que cercaba el pasillo que la separaba de Pepa. Pepa se agarró a la alambrada de enfrente para acercarse más a ella; fue entonces cuando ambas vieron a la guardiana que recorría el pasillo girar la cabeza, y detener su mirada en el guante de Elvira.
3. Los garbanzos de la cabeza del títere aún estaban manchados de sangre. Elvira deshizo el muñeco ante los ojos sorprendidos de su abuelo, que observaba desde el otro lado del pasillo. Alzó el guante. La guardiana pasó de largo, suponiendo que la joven divertía a su abuelo con un juego, y continuó recorriendo el pasillo con paso firme y las manos enlazadas en la espalda. Cuando la funcionaria estuvo suficientemente alejada de ella, Elvira sacó los garbanzos manchados de sangre y se señaló las rodillas.
La distancia y la penumbra impidieron que el anciano viera las heridas de su nieta, aún abiertas.
La guardiana se detiene en seco. Gira la cabeza. Endurece el gesto. Grita: ¡Elvira, atrás! Reanuda la marcha lentamente y se dirige hacia Elvira apretando los labios en un mohín disfrazado de sonrisa. Retuerce los dedos sin retirar las manos de la espalda y vuelve a gritar:
—¡Elvira, atrás!
Elvira da un paso hacia atrás, justo cuando la guardiana golpea la alambrada con su palma izquierda, a la altura del rostro de Elvira.
—La visita ha terminado para usted. Retírese a su galería y espéreme allí.
Y añade, sin gritar, dirigiéndose al abuelo de Elvira:
—Márchese.
El anciano mira a la mujer que tiene al lado, a la hermana de la que va a morir, a Pepa. La interroga con los ojos, pero no pregunta qué ha pasado, porque es mejor no hacer preguntas.
—Váyase, abuelo, la visita ha terminado para su nieta y para usted.
Elvira guarda los garbanzos en el bolsillo, se enfunda el guante en su diminuta mano y la esconde también en el bolsillo, reprimiendo el deseo de agitarla para despedir a su abuelo. Tampoco el anciano se atreve a despedirse de ella. La mira. Y se da la vuelta. Se abre paso entre los familiares, que continúan gritando mientras se empujan unos a otros para ocupar el espacio que ha dejado libre junto a la valla metálica. Y se marcha sin haber comprendido nada.
Nada. En absoluto.
4. No había nevado. Las mujeres formaban corros en el patio para sumar sus tibiezas, para reunir entre ellas un poco de calor. Poco. Atisbaban el cielo, con el deseo de que la nieve cayera. Si nieva, templa, insistía Reme, la mayor del grupo, mientras Tomasa, una extremeña de piel cetrina y ojos rasgados, la miraba incrédula.
—Que templa, te lo digo yo.
—Qué sabrás.
—Lo sé, porque mi hijo vive en León, y me lo cuenta. Además, el año pasado cuando nevó, templó.
—Ya se verá.
Tres días llevaban mirando al cielo.
—¿Y qué hace tu hijo en León?
—Está a la mina.
—¿Y ha visto el mar?
—Si en León no hay mar.
—Ah.
—Pero un día vio a la Pasionaria.
—¡Anda ya!
Reme entretenía sus dedos peinando a Hortensia, haciendo y deshaciendo su trenza una y otra vez.
—Yo tenía asín de largo el pelo. Y asín de negro.
—¿De verdad que tu hijo vio a la Pasionaria?
—De lejos, pero la vio.
Tres días estuvieron mirando al cielo. Y tres días estuvo Elvira sin poder verlo. Los tres días que permaneció recluida en la celda de castigo por haber intentado explicarle a su abuelo que soportó el dolor en los interrogatorios, hincada de rodillas sobre los garbanzos, sin despegar los labios, sin contestar una sola pregunta, sin desvelar la identidad de su hermano Paulino.
Y ahora, arrellanada en un rincón del patio, después de haberse negado a compartir el corro donde Tomasa, Reme y Hortensia intentan mitigar el frío, Elvira se acaricia las mejillas con los guantes que le había tejido su madre.
Y comenzó a toser.
—Elvirita se ha puesto mala.
—Tiene calentura desde que salió del «cubo».
—Habrá que avisar a la guardia civila.
—Para el caso que te va a hacer.
Reme dejó de anudar la trenza de Hortensia.
—Yo voy a ir.
—Pues ve, ya volverás.
—Cuidado que eres refunfuñona, Tomasa. Únicamente sabes refunfuñar que refunfuñar. Refunfuñar únicamente, carajo.
Tomasa puso en jarras los brazos bajo su toca de lana y se le encaró:
—¿Y qué otro carajo se puede hacer aquí?
Las discusiones de Tomasa y Reme nunca duraban mucho. Antes de que ambas se acaloraran, mediaba Hortensia entre ellas y las calmaba sin mucha dificultad. Pero en esta ocasión, Hortensia no las escucha siquiera. Porque toda su atención se concentra en Elvira. La contempla, procurando que Elvira no advierta su mirada.
Hortensia ha dejado de acariciarse el vientre. Se sujeta los riñones mientras camina hacia el rincón donde Elvira desliza por sus mejillas los guantes que le hizo su madre poco antes de morir.
Y Elvira tirita.
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