Repasando la historia:
-México
Librado Rivera y Sacco y Vanzetti
“Deposita en mi nombre una flor roja en la tumba de nuestro inolvidable Ricardo”.
Esto escribía a mediados de 1925, desde la cárcel de Charleston, dos años antes de su propia ejecución, Bartolomeo Vanzetti al anarquista mexicano Librado Rivera, el inseparable compañero de Ricardo Flores Magón.
Librado Rivera recordaba, una y otra vez, las escenas finales de la muerte de su amigo Ricardo Flores Magón. Ambos estaban en la cárcel estadounidense de Fort Leavenworth, condenados desde 1918 a quince años de prisión por delitos de opinión, al haber publicado su anarquista “Manifiesto a los trabajadores del mundo”. A la brutal indignidad que supuso aquella desmesurada condena por tal delito, enseguida siguió el maltrato físico y la vejación constante a los presos, tan propios del sistema penitenciario yanqui, más duro aún con los mexicanos.
El 16 de noviembre de 1922, el alcaide de la penitenciaria informó que Ricardo Flores Magón, el anarquista pionero y luchador infatigable de la gran Revolución mexicana contra la dictadura de Porfirio y en pro de los inmigrantes mexicanos en EE.UU., había muerto.
Un informe médico señalaba como causa de la muerte una angina de pecho, pero la comunidad presa aseguraba que Ricardo había sido estrangulado por un celador que, pocos días después, será a su vez ejecutado por un preso mexicano. Lo cierto es que a Librado las autoridades le prohibieron investigar lo sucedido, le aislaron de los demás encarcelados y le impidieron comunicar con el exterior.
Librado Rivera apenas pudo superar la muerte del amigo con el que había compartido tantos años de lucha.
No logrará reponerse hasta el día en que lo pusieron en libertad gracias a la movilización popular mexicana (en México y USA) que no cejó en su presión sobre las perversas autoridades norteamericanas. “Salgo hecho un harapo humano: enfermo, viejo y ya sin dientes”, dejó dicho en octubre de 1923, cuando dos agentes policiales gringos le quitaban las esposas y dejaban libre en la linea fronteriza. De los 18 años de exilio en EE.UU., había pasado 11 de ellos preso.
Sin embargo, Librado, a sus sesenta años, no pensaba en gastar la “poca vida que me queda en contemplaciones y lamentaciones”, y se dispuso a reanudar la brega. Entró en la redacción del periódico anarquista Sagitario y se incorporó a la movilización obrera de Tampico, donde la sección de los trabajadores del petróleo del floreciente sindicato anarcosindicalista CGT libraba una batalla sin precedentes contra la compañía Mexican Gulf.
Fue aquí, en Tampico, en 1924 cuando Librado impulsó la campaña por la liberación de Sacco y Vanzetti. Una campaña que logró transcender el ámbito específico de la prensa libertaria, para amalgamarse con la lucha sindical de los trabajadores afiliados a la CGT.
Librado, a la par con otros muchos libertarios, logró que los obreros del petróleo y de otras industrias locales, así como la CGT en su conjunto, apoyasen las manifestaciones, cada vez más numerosas, que el Comité pro-Sacco y Vanzetti convocaba a lo largo y ancho de todo el país ante las sedes consulares y diplomáticas estadounidenses. No sin dificultades, no solo enfrentándose a la patronal, el gobierno y el ejército, sino también a los sindicatos blancos de labor bastarda al servicio de los amos, como la CROM y toda la red de asociaciones corporativas y amarillas. La lucha ocupa todo 1925.
En enero de 1926, Librado volcó todas sus energías en movilizar a los obreros mexicanos para salvar a los dos italianos. Mitines, manifestaciones ante oficinas diplomáticas, consulares, empresariales yanquis.
Era consciente de que la protesta solidaria en favor de Sacco y de Vanzetti era la lucha en favor de todos los «desheredados de la tierra»; también de todos y cada uno de los obreros y campesinos mexicanos que cada día tenían que enfrentarse a los mismos poderes -capital y ley, propiedad y ejército- que llevaban a Sacco y a Vanzetti hacia la silla eléctrica. Aquel fue para Librado y sus compañeros del periódico, un largo año de persecuciones, de asambleas boicoteadas por la policía y el ejército, de artículos intervenidos por orden judicial o gubernamental, de detenciones y represalias.
Pero a la primavera siguiente. en mayo de 1927. Vanzetti y Sacco escribieron de nuevo a los anarquistas mexicanos: «Se ha fijado el día 10 de julio para ejecutarnos: el enemigo no nos ha dejado más que unos pocos días de vida. Llevaremos vuestro recuerdo al fondo de nuestras sepulturas. Pero permitidnos que también os hablemos de la vida. Camaradas y amigos: vivid alegres y altivos. No hay que doblegarse o detenerse ante el dolor o la derrota … el enemigo no puede destruir ideas, derechos, verdades o causas». Sin embargo, la carta no pudo llegar directamente a manos de Librado, ya que el 1 de abril, poco antes de que la misiva fuese enviada, lo habían encerrado en la prisión de Andonegui, por protestar de la detención del compañero Florentino Ibarra, uno de los distribuidores de Sagitario. Tres días más tarde, cuando el agente judicial le preguntó sobre su «artículo, ‘Por la razón o la fuerza’, que trae frases calumniosas para el señor presidente, especialmente en donde dice que asesino», Librado le espetó: «Asesino es toda persona que mata a otra con premeditación, alevosía y ventaja. Actualmente ha ordenado Calles el asesinato y exterminio de los yaquis, y aunque el no lo haga personalmente, es el cómplice primero de ese crimen».
De abril a noviembre Librado permanecerá encarcelado. Fueron sus amigos quienes le informaron del contenido de la carta de Sacco y Vanzetti. Durante el mes de mayo apoyará desde la prisión la convocatoria por parte de la central obrera COT de la huelga general prevista para el 15 de junio, como un intento de impedir la anunciada ejecución del 10 de julio. Desesperado en la reclusión, escribe a los compañeros que están en libertad que «mi mayor dolor es no poder empujar con todos ustedes la campaña por la libertad de Sacco y Vanzetti». A mayor descalabro, en junio salía el último número de Sagitario, con la mayor parte de sus redactores en la cárcel o huidos y asfixiado económicamente por la persecucidn policial de los distribuidores. Con todo, Librado no se arredra y remite sus escritos para ser publicados en Cultura Proletaria de Nueva York, que después sera distribuido en los ambientes latinoamericanos de EE.UU. y semiclandestinamente en el propio México.
La movilización se intensificó de modo que el 15 de junio de 1927, ante la inminencia de la ejecución, la CGT mexicana decretó la huelga general.
Tras un breve aplazamiento de la ejecución, finalmente Sacco y Vanzetti serán asesinados por el Estado el 22 de agosto de aquel mismo año. En un último grito solidario, la CGT mexicana convoca una segunda huelga general para el 10 de agosto. En ambas ocasiones, el paro fue rotundo en Tampico.
Librado, que había escrito desde la cárcel un manifiesto de apoyo para la huelga, recuerda el día en que el crimen -también de Estado- se perpetró sobre su inseparable amigo de lucha Ricardo Flores Magón. Y como en aquella otra ocasión, su tenacidad luchadora le libraría del infierno que le acosa. Con sus sesenta y tres años a cuestas y el dolor de no haber podido evitar la muerte de los inocentes, todavía Librado Rivera promoverá una nueva publicación anarquista en Monterrey, a la que da el significativo nombre de Avante.
Murió en 1932 de tétanos.
*Resumen de 3 artículos en “La Campana”, semanario anarquista. Octubre, noviembre 1999.
-Guatemala
-De los muchachos que por entonces conocí en las montañas, ¿quién queda vivo?
1.
Eran muy jóvenes. Estudiantes de la ciudad y campesinos de comarcas donde un litro de leche costaba dos días enteros de trabajo. El ejército les pisaba los talones y ellos contaban chistes verdes y se cagaban de la risa. Estuve con ellos algunos días. Comíamos tortas de maíz. Las noches eran muy frías en la alta selva de Guatemala. Dormíamos en el suelo, abrazados todos con todos, bien pegados los cuerpos, para darnos calor y que no nos matara la helada del alba.
2.
Había, entre los guerrilleros, unos cuantos indios. Y eran indios casi todos los soldados enemigos. El ejército los cazaba a la salida de las fiestas y cuando despertaban de la borrachera ya tenían puesto el uniforme y el arma en la mano. Así marchaban a las montañas, a matar a quienes morían por ellos.
3.
Una noche, los muchachos me contaron cómo Castillo Armas se había sacado de encima a un lugarteniente peligroso. Para que no le robara el poder o las mujeres, Castillo Armas lo mandó en misión secreta a Managua. Llevaba un sobre lacrado para el dictador Somoza. Somoza lo recibió en el palacio. Abrió el sobre, lo leyó delante de él, le dijo: -Se hará como pide su presidente. Lo convidó con tragos. Al final de una charla agradable, lo acompañó hasta la salida. De pronto, el enviado de Castillo Armas se encontró solo y con la puerta cerrada a sus espaldas. El pelotón, ya formado, lo esperaba rodilla en tierra. Todos los soldados dispararon a la vez.
4.
Conversación que no sé si escuché o imaginé en aquellos días: -Una revolución de mar a mar. Todito el país alzado. Y lo pienso ver con estos mis ojos… -¿Y se cambiará todo, todo? -Hasta las raíces. -¿Y ya no habrá que vender los brazos por nada? -Ni modo, pues. -¿Ni aguantar que lo traten a uno como bestia? -Nadie será dueño de nadie. -¿Y los ricos? -No habrá más ricos. -¿Y quién nos va a pagar a los pobres, entonces, las cosechas? -Es que tampoco habrá pobres. ¿No ves? -Ni ricos ni pobres. -Ni pobres ni ricos. -Pero entonces, se va a quedar sin gente Guatemala. Porque aquí, sabes vos, el que no es rico, es pobre.
5.
El vicepresidente se llamaba Clemente Marroquín Rojas. Dirigía un diario de estilo estrepitoso, y a la puerta de su despacho montaban guardia dos gordos con metralletas. Marroquín Rojas me recibió con un abrazo. Me ofreció café; me palmeaba la espalda y me miraba con ternura. Yo, que había estado en la montaña con los guerrilleros hasta, la semana anterior, no entendía nada. «Es una trampa», pensé, por el gusto de sentirme importante. Entonces Marroquín Rojas me explicó que Newbery, el hermano del famoso aviador argentino, había sido su gran amigo en los años juveniles y yo era su vivo retrato. Se olvidó de que estaba ante un periodista. Convertido en Newbery, le escuché bramar contra los norteamericanos porque no hacían las cosas como era debido. Una escuadra de aviones norteamericanos, piloteados por aviadores norteamericanos, había partido de Panamá y había descargado napalm norteamericano sobre una montaña de Guatemala. Marroquín Rojas estaba hecho una furia porque los aviones se habían vuelto a Panamá sin tocar tierra guatemalteca. -Podían haber aterrizado, ¿no le parece? -me decía, y yo le decía que sí me parece: -Podían haber aterrizado, por lo menos.
6.
Los guerrilleros me lo habían contado. Varias veces habían visto estallar el napalm en el cielo, sobre las montañas vecinas. Habían encontrado con frecuencia las huellas de la espuma derramada al rojo vivo: los árboles quemados hasta las raíces, los animales carbonizados, las rocas negras.
7.
A mediados de 1954, los Estados Unidos habían sentado a Ngo Dinh Diem en el trono de Saigón y habían fabricado la entrada triunfal de Castillo Armas en Guatemala. La expedición de rescate de la United Fruit cortó de un golpe de hacha la reforma agraria que había expropiado y distribuido, entre los campesinos pobres, las tierras eriales de la empresa. Mi generación se asomó a la vida política con aquella señal en la frente. Horas de indignación y de impotencia… Recuerdo al orador corpulento que nos hablaba con voz serena, pero echando fuego por la boca, aquella noche de gritos de rabia y de banderas, en Montevideo. «Hemos venido a denunciar el crimen…» El orador se llamaba Juan José Arévalo. Yo tenía catorce años y nunca se me borró el impacto. Arévalo había iniciado, en Guatemala, el ciclo de reformas sociales que Jacobo Arbenz profundizó y que Castillo Armas ahogó en sangre. Durante su gobierno había eludido -nos contó- treinta y dos tentativas de golpe de estado. Años después, Arévalo se convirtió en funcionario. Peligrosa especie, la de los arrepentidos: Arévalo se hizo embajador del general Arana, señor de horca y cuchillo, administrador colonial de Guatemala, organizador de carnicerías. Cuando lo supe, ya hacía años que yo había perdido la inocencia, pero me sentí como un gurisito estafado.
8.
Conocí a Mijangos en el 67, en Guatemala. Me recibió en su casa, sin preguntas, cuando bajé de la sierra a la ciudad. Le gustaba cantar, beber buen trago, saludar la vida: no tenía piernas para bailar, pero batía palmas animando las fiestas. Tiempo después, mientras Arévalo era embajador, Adolfo Mijangos fue diputado. Una tarde, Mijangos denunció un fraude en la Cámara. La Manila Mining Company, que en el Brasil había derribado dos gobiernos, había hecho nombrar ministro de Economía de Guatemala a un funcionario de la empresa. Se firmó entonces un contrato para que la Hanna explotara, en asociación con el estado, las reservas de níquel, cobalto, cobre y cromo en las márgenes del lago Izabal. Según el acuerdo, el estado se beneficiaría con una propina y la empresa con mil millones de dólares. En su condición de socia del país, la Hanna no pagaría impuesto a la renta y usaría el puerto a mitad de precio. Mijangos alzó su voz de protesta. Poco después, cuando iba a subir a su Peugeot, una ráfaga de balazos le entró por la espalda. Cayó de su silla de ruedas con el cuerpo lleno de plomo.
9.
Escondido en un almacén de los suburbios, yo esperaba al hombre más buscado por la policía militar guatemalteca. Se llamaba Ruano Pinzón, y él también era, o había sido, policía militar. -Mira ese muro. Salta. ¿Podes? Torcí el pescuezo. La pared de la trastienda no terminaba nunca. -No -dije. -Pero si vienen ellos, ¿vas a saltar? Otra que saltar. Si venían ellos, iba a volar. El pánico convierte a cualquiera en campeón olímpico. Pero ellos no vinieron. Ruano Pinzón llegó esa noche y pude hablar largamente con él. Tenía una campera de cuero negra y los nervios le hacían bailar los ojos. Ruano Pinzón había desertado. Él era el único testigo todavía vivo de la matanza de una veintena de dirigentes políticos suprimidos en vísperas de las elecciones.Había ocurrido en el cuartel de Matamoros. Ruano Pinzón fue uno de los cuatro policías que llevaron las bolsas, grandes y pesadas, a las camionetas. Se dio cuenta porque las mangas se le enchastraron de sangre. En el aeropuerto La Aurora subieron las bolsas a un avión 500 de la Fuerza Aérea. Después, las arrojaron al Pacífico. Él los había visto llegar vivos al cuartel, reventados por los golpes; y había visto al ministro de Defensa en persona comandando la operación. De los hombres que habían cargado los cadáveres, Ruano Pinzón era el único que quedaba. Uno había amanecido con un puñal en el pecho en una cama de la pensión La Posada. Otro recibió un tiro en la espalda, en una cantina de Zacapa, y al otro lo habían acribillado en el bar de atrás de la estación central.
*Del libro: Días y noches de amor y de guerra de Eduardo Galeano.