El fascismo postmoderno: Cien partidos y política única
«¿Dónde esta el fascismo?- se preguntaban los jóvenes en uno de sus carteles. En la reforma laboral, en el código penal, en las Empresas de Trabajo temporal, en la penalización de la insumisión, en la reforma de la Ley penitenciaria, en los Cuerpos Represivos (policía, sistema judicial…), en el paro estructural, en las reconversiones».
El fascismo no fue algo que paso a la historia con personajes tan negros como Hitler, Mussolini o Franco, como quieren hacer creer los ideólogos burgueses. No estamos en los años 30, si no en la era de la informática y de la «aldea global». El fascismo postmoderno ya no puede tener las mismas señas de identidad de entonces: el partido único fascista, el sindicato vertical, la militarización de la sociedad, la brutalidad indiscriminada, el oscurantismo religioso… Esas formas burdas se podrían calificar como la «etapa infantil del fascismo» y puede asegurarse que, a la postre, fueron un fracaso y un pésimo negocio porque generaron un impresionante movimiento antifascista y revolucionario. Las masas aprendieron a combatirle en aquellas condiciones y a hacerle retroceder, alcanzando importantes conquistas: baste recordar que tras la II Guerra mundial el campo socialista se extendió a un tercio del mundo y las luchas de liberación de los pueblos oprimidos por el imperialismo a todo el planeta.
La burguesía no es tonta y también aprendió la lección; así, aunque su régimen político actual tiene las mismas características explotadoras, represivas y contrarevolucionarias del viejo fascismo, sus formas ya son otras y se nos presentan bajo el manto de la «democracia». En tres se pueden resumir los rasgos que más lo identifican:
1º) La política de Estado
Monopolismo y democracia son incompatibles. En la medida que se va concentrando el poder económico en manos de unos reducidos grupos oligárquicos, éstos no se limitan a ejercer desde sus Consejos de Administración. La burguesía financiera necesita apoderarse -y así lo ha hecho- de todos los aparatos y resortes del Estado para ponerlos enteramente a su exclusivo servicio. Ellos son el Estado y el poder. Y hay que distinguir muy bien entre el poder real y el circo de los políticos que sirve para embellecer al fascismo.
La burguesía ha aprendido que puede haber cien partidos (cuanto más cacareo, mas confusión, y a río revuelto…) siempre que se garantice su política única. Es más, la existencia de esos partidos es una necesidad para dar legitimidad y base social a esa política de Estado y convertirla en «política nacional» decidida «democráticamente». El Gobierno, los parlamentarios, los cargos públicos, los jueces, etc., etc., no son el poder sino los ejecutores y gestores de esas política de Estado de los monopolios. Esas son las reglas del juego, y quien no las acate es excluido de la legalidad.
En esas condiciones, ¿qué necesidad tienen los partidos de presentarse a unas elecciones con un programa? Lo único que precisan son piquitos de oro, asesores de imagen y chupar mucha cámara. Su función no es otra que engatusar, engañar, confundir al personal y hacerle tragar con lo que se decide en los despachos de la Banca y las multinacionales. Solo Anguita repetía como un loro lo de «programa, programa, programa…» ¿Y cual era su famoso programa? ¡¡La Constitución!! Para ese viaje no hacia falta tanta demagogia… Y lo triste para él es que, por reivindicar la Constitución, lo acusan de peligroso y estalinista y no le dejan levantar cabeza. ¡Pobre desgraciado!
Pues bien, la Constitución -que por algo fue redactada e impuesta por los oligarcas y gerifaltes del régimen- ya dejo «atados y bien atados» los principios de esa política de Estado: la santísima propiedad privada y la libertad de explotación, la sagrada «unidad» de España y la opresión de las nacionalidades históricas, la monarquía heredera de Franco, su bandera y su himno, el ejército golpista del 18 de julio como garante de los privilegios y del poder de la oligarquía, su voluntad de participar en los foros internacionales como potencia imperialista… Y así sucesivamente.
No hay más que ver en los hechos cuál a sido el desarrollo de esa política de Estado por lo sucesivos gobiernos» democráticos» de la UCD, del PSOE y del PP. En nombre de la «modernidad » y la «competitividad» han llevado a cabo la reconversión y la desindustrialización de toda la economía (siderurgia, astilleros, textil, pesca, agricultura, ganadería, etc., etc. ), convirtiendo a España en una autentica fábrica de parados. Han impuesto el despido libre, la precariedad en el escaso empleo, los contratos basura. Han ido eliminando una tras otra todas las conquistas sociales impuestas en la lucha de los años 60 y 70. Han privatizado todo el sector público y amenazan hasta con privatizar la Seguridad Social. Han ido reduciendo el poder adquisitivo de las masas por medio de las subidas de los precios, los impuestos, los «medicamentazos», las congelaciones salariales y de las pensiones o seguros de paro… No hay consejo de ministros en la que no aparezca un decretazo contra los trabajadores, eso sí, previamente pactado con «los legítimos representantes de la voluntad popular». Igualmente, las grandes superficies, las cadenas comerciales, los bancos, han arruinado a cientos de miles de pequeños y medianos comerciantes, campesinos, transportistas, industriales, etc. Han extendido, como arma política, las redes de la droga hasta el último rincón del país, con la «sana» intención de destruir a una juventud a la que quieren robar el futuro y evitar que sea una juventud consciente y luchadora.
Pero no es suficiente. El monopolismo es imperialismo, no tiene fronteras. La integración en Europa, Maastricht, la OTAN etc., a permitido a los monopolistas -ya homologados como «demócratas»- ampliar la exportación de sus capitales y participar mucho más de la explotación de los pueblos, aunque sea como potencia de segunda fila.
Tienen motivos de mucho peso, en billones de pesetas, para defender a sangre y fuego su democracia. Cada año los bancos aumentan sus beneficios en un 30 o 40 por ciento sobre el anterior. Hablan de miles de millones con la mayor naturalidad. Nunca antes ganaron tanto ni tuvieron tanta libertad, nunca hubo tanta especulación, tanta corrupción y dinero negro del trafico de drogas, de armas, de influencias… La «democracia» es el paraíso de los grandes capitalistas, sin más objetivo que la ganancia que puedan obtener de la explotación más feroz que puedan imponer a los trabajadores.
2º) El Estado-Policía
Esa política única es impensable sin el monopolio del poder, sin el monopolio de la libertad de expresión, de dictar leyes, de expresar su ideología reaccionaria, y sin el monopolio de la violencia. El Estado «democrático» actual es el brazo armado hasta los dientes de la oligarquía. No en vano la Constitución declara garantes de la democracia al Ejercito, la Guardia Civil y la Policía, que gozan de total impunidad.
No hay que olvidar que en España la reforma supuso un portentoso milagro, como el de la virgen que parió a Cristo y siguió siendo virgen. Aquí el fascismo parió a la democracia «sin romperlo ni partirlo», sin hacer una sola depuración ni destitución en los aparatos del Estado. Continuaron los mismos milicos, los mismos torturadores, los mismos jueces prevaricadores. Continuaron las mismas leyes, especialmente dedicadas a la represión política: las de Bandidaje y Terrorismo contra rojos y separatistas, corregidas y aumentadas se llamaron Ley Antiterrorista; el TOP (Tribunal de Orden Publico) paso a llamarse Audiencia Nacional; la BPS (Brigada Político Social) tomó el nombre de Brigada de Información. Ni un solo día pararon los torturadores en su faena, ni cesaron las detenciones, los asesinatos y la guerra sucia. Ni un solo día dejo de haber presos políticos.
Los «padres de la Constitución» sólo recogieron -a la fuerza ahorcan- las libertades que ya se habían impuesto en la lucha, pero para inmediatamente pasar a recortarlas y eliminarlas. ¿Qué ha pasado con la libertad de huelga? Que ha sido asfixiada con mil requisitos y condiciones previas, que tienen que garantizar unos «servicios mínimos» que son máximos, que tienen que respetar todos los cauces del diálogo y sólo pueden declararla los sindicatos. ¡Nada de «coacciones»! ¡Nada de piquetes! ¡Nada de solidaridad! ¡La libertad de los esquiroles es sagrada!
Exactamente igual ocurre con el derecho de reunión o manifestación. En cuanto sales a la calle ya es un asunto de «orden público» y entran a saco los «criterios públicos» con sus porras y sus metralletas. ¡Nada de alterar la Paz social! ¡Nada de cortas calles o carreteras, de gritar consignas «subversivas»! ¡No se puede coartar «el libre desenvolvimiento de la vida ciudadana»!
Las
asambleas sólo pueden ser informativas, las decisiones ya las
tomaron los representantes legales. Las manifestaciones sólo pueden
ser procesiones silenciosas, debidamente «protegidas» por servicios
de orden y la policía o la Guardia Civil. De hecho la mayoría de
las huelgas, asambleas y manifestaciones son ilegales. Se hacen al
margen y en contra de los sindicatos, de los partidos y de esa
legalidad asfixiante… Y frente al aparato represivo.
También
el Estado actúa preventivamente extendiendo el miedo entre la
población: el despido libre y la precariedad en el trabajo son una
amenaza que pesa sobre cada trabajador y hay que pensárselo dos
veces antes de plantarse. Las listas negras funcionan más que nunca.
El control policiaco se extiende desde el puesto de trabajo al bar,
en la vivienda, en el barrio, a través de la Seguridad Social, de
Hacienda, de los bancos, de las escuchas telefónicas, los policías
de barrio, las cámaras de vídeo. Eso sin olvidar a los propios
partidos y sindicatos o las redes de chivatos que son los traficantes
de drogas. Todo ello forma un entramado que fomenta el miedo y
alienta a la «colaboración ciudadana». El ciudadano ejemplar es el
más rastrero y chivato.
Esta labor represora se complementa con las campañas de guerra sicológica permanente en los medios de comunicación. Estos, de entrada, ya son propiedad de los grandes banqueros o monopolistas tipo Polanco. Y son los estrategas y expertos del CESID y del Ministerio del Interior los que dictan la «línea informativa», controlan las agencias de noticias y deciden lo que se puede decir y cómo hay que decirlo. Así que las «estrellas» del periodismo lucen por su adhesión militante a esa política de Estado, por su espíritu policiaco y su capacidad de manipulación de la opinión pública.
El Estado ha invertido miles de millones en multiplicar sus efectivos y en tecnología punta, así como en fondos reservados para la guerra sucia. Sobre la base del control exhaustivo van reciclando la vieja mentalidad de la represión a lo bestia e indiscriminada por la selectividad y la «ciencia» (da gusto ver que el torturador te revienta asistido por médicos que le dicen dónde duele más y cuándo tiene que parar…). Esa selectividad implica que con quien destaca en la lucha todo vale: la tortura, las condenas sin pruebas, las cárceles de exterminio, la guerra sucia y la cal viva. Todo el que no comulgue con su política de Estado es «terrorista» o «violento», y es combatido con la represión más brutal y ejemplarizante. Así es como han machacado y machacan a los obreros cuando defienden su puesto de trabajo, a los parados que se manifiestan, a los okupas, a los insumisos, a todo el que se resista y levante el puño o la voz. Y no digamos ya si se trata de los «rojos» o «separatistas» ¡Todo vale!
El Estado de los monopolios sólo puede ser un Estado-policía. En la etapa actual de crisis permanente y de descomposición del capitalismo, bajo el nombre de «democracia», lo que se ha impuesto como normalidad es el Estado de excepción permanente, la propaganda fascista, el terrorismo de Estado y la guerra sucia.
3º)La integración del reformismo
El
régimen fascista no podía legitimarse a sí mismo tras la muerte de
Franco. El gran «invento» de la Reforma fue la integración del
reformismo, que debía aportarle legitimidad y base social. Así fue
como los Carrillo y Camacho se convirtieron en los mejores aliados
del régimen durante toda la «transición». Al mismo tiempo, a
toda
prisa y a base de millones de pesetas y marcos fabricáron
un PSOE a su medida. Para que la farsa democrática funcionara, los
fascistas de nuevo cuño echaron mano de sus «40 años de lucha
antifranquista» y sus «100 años de honradez», así como de la
experiencia en demagogia, traiciones y marrullerías de estos
vendidos. Los reformistas se pusieron manos a la obra, enterraron las
consignas de «ruptura» con el franquismo, la tradición
republicana, la lucha reivindicativa… y comenzaron los cambalaches
y los consensos. En cuanto les dieron plaza en el pesebre se
convirtieron en los más rabiosos abanderados del régimen. Ya nunca
más hablaron de fascismo, de lucha de clases, de explotación y
otras antiguallas. Ahora todos éramos «ciudadanos y ciudadanas»,
«señores trabajadores» (da igual que sea un banquero, un
torturador o un albañil); todo es consenso, pacto, diálogo… todo
se negocia y de todo se cobran comisiones, ya sea de un AVE, un
«Pacto por el empleo», una reconversión o un asesinato del GAL.
En cuanto a los sindicatos mayoritarios, hoy son calificados por los obreros avanzados como «mafias sindicales». Su función ha sido la de imponer a los trabajadores las reconversiones, las congelaciones salariales, la precariedad, el despido libre, los ritmos infernales de trabajo…; a través de continuos «pactos», «acuerdos» y «negociaciones» han ido eliminando una tras otra las conquistas sociales, anulando en la práctica los derechos de huelga, reunión y manifestación. Han saboteado toda lucha consecuente, han manipulado asambleas, han intrigado para romper la unidad y las luchas. Y, ¡como no!, han denunciado ante los empresarios y la policía a los trabajadores más combativos. Hoy los «sindicatos» han quedado reducidos a un aparato de «liberados» pagados por el Estado que en la práctica son un cuerpo de funcionarios al servicio de la política económica monopolista: un sindicato estatal de elementos corrompidos y mafiosos.
Pero para su desgracia y la de sus amos monopolistas, tanto los partidos como los sindicatos «institucionales» se han hundido al fundir-se con el Estado en una sola pieza. Se jodieron los amortiguadores, podridos de puro servilismo y corrupción, se quemó la hoja de parra del reformismo que debía tapar al régimen sus vergüenzas. Mientras en otros países capitalistas la «democracia» lleva funcionando décadas y aún tiene cierto margen de maniobra, aquí ha tardado sólo unos años en mostrar su calavera fascista. Sin embargo, no por ello renuncia la oligarquía a su «juego democrático»; a pesar de que cada vez tienen que actuar más a cara de perro, los fascistas y su desprestigiado coro de partidillos y mafias sindicales no cesan de bombardearnos con su cantinela de que todo lo hacen en nombre de la «democracia»: dominan por decreto invocando «los intereses generales», reprimen para «defender la democracia» y explotan para salvaguardar la «economía nacional». Los enemigos del régimen son «fascistas y terroristas», y hasta se apoderan de los símbolos de la Resistencia. La ideología, el lenguaje, el arte y la cultura han quedado sometidos al dictado de los intereses del Estado fascista, que amplifica hasta el infinito su mensaje reaccionario y demagógico con el monopolio que ejerce sobre los medios de difusión y la educación.
En conclusión
-Hay que darles la razón a los fascistas hispanos cuando dicen que la Reforma está terminada. Efectivamente, el marco está definitivamente cerrado y bunkerizado, con los «demócratas» prietas las filas en torno a la política del Estadopolicía. Sin embargo, ni un solo día ha cesado la resistencia de las masas y las organizaciones revolucionarias. En estas últimas décadas, cada medida que ha tomado el régimen, cada reconversión, cada decreto aprobado por los Gobiernos de tumo, cada ley votada en el parlamento, han tenido que imponerlas de la mano de la Guardia Civil y la policía. La lista de represaliados, detenidos, torturados, encarcelados y asesinados por la «democracia» es espeluznante. De esta forma, las masas obreras y populares han sido expulsadas del sistema, sin ninguna posibilidad de utilizar ese marco legal para defender sus intereses y reivindicaciones. Lo único que nos han dejado es el voto cada equis años y porque les sirve para legitimar al fascismo, de tal manera que ese voto en vez de ser un arma es una cadena a nuestro propio cuello; votar en esta «democracia» no es un acto de libertad sino de esclavitud.
-Es Impensable utilizar la legalidad para acumular fuerzas democráticas y revolucionarias. Hay que asumir este hecho incuestionable, que ha venido a convertirse también en un rasgo distintivo del moderno Estado capitalista, y descartar cualquier intento legalista y reformista: el fascismo no puede reformarse, sólo se le puede combatir. Hoy, nuevamente, las luchas obreras y populares tienen que prescindir sin complejos de esa legalidad asfixiante, tienen que plantearse de entrada, y desenvolverse, al margen y frente a la ley y al orden del Estado fascista. Y por la misma razón, porque no nos dejan ningún resquicio y los únicos argumentos que nos dan son la represión y la violencia, no tenemos por qué ser respetuosos y exquisitos: estamos legitimados -y obligados- para utilizar TODOS los medios a nuestro alcance y TODAS las formas de lucha.