Artículos desde prisión:
Juan García Martín / Preso político del PCE(r)
Artículo aparecido en El Otro País, n.º 99, Sep-Oct 2021.
En memoria de Manuel Vázquez, que me animó a escribir sobre este peliagudo asunto. Gracias Manolo, tus visitas fueron una inyección de moral.
Espartaquistas, siempre
Cada elección, cada aparición pública o debate, cada ley o decreto de cualquier gobierno o gobiernillo, cada entrevista, cada biografía, en suma, muestra la catadura moral -hoy no toca hablar de su ignorancia- de la caterva de políticos qué tenemos que sufrir en España. Y da lo mismo el color político o si son gobierno u oposición, del centro o la periferia, o si son veteranos o recién llegados a las instituciones: todos terminan haciendo bueno el dicho popular, los mismos perros con distintos “collares”.
Cada día asquea más ver su servilismo con los poderosos, su nepotismo y corporativismo, su hipocresía y cinismo, su corrupción, falta de escrúpulos, arribismo, egoísmo, altanería, camaleonismo y un largo etcétera de malos -ismos. Hay quien dice que los políticos y sus amos capitalistas -los que sostienen las correas de los collares- no tienen moral; es falso: esa es su moral, su ética; esos -ismos son sus principios.
Pues bien, hablemos de ética, de valores. En contra de lo que sostienen algunos sesudos “profesores de ética”, que tan de moda están, la moral, como otras tantas propiedades humanas, es una construcción social -no individual- e histórica -no dada de una vez y para siempre en unas tablas de piedra.
En toda sociedad dividida en clases no tienen los mismos valores o atributos morales “los de arriba”, los poderosos y sus secuaces, que “los de abajo”, los explotados y oprimidos, y menos aún si estos últimos se encuentran en franca rebelión.
La película “Espartaco” de Kubrick presenta muy bien esta dicotomía entre la podredumbre, degeneración y crueldad de la sociedad patricia romana y los valores de amistad, solidaridad, rebeldía, amor a la libertad, heroísmo y lucha colectiva hasta el sacrificio final que tienen los esclavos insurrectos.
Como estamos en el capitalismo, al hablar de la moral de “los de abajo” debemos centrarnos en quien en la actualidad es el principal explotado y, a la vez, principal agente -consciente o no de ello- de la transformación social y en quien hoy se encarnan esos valores opuestos a los de la burguesía: la clase obrera.
Frente a una sociedad capitalista dominada por sus leyes explotadoras y represoras, por el trabajo alienante, por la educación idealista-religiosa, y centrada en el lucro, el disfrute y los interés personales por encima de cualquier otro principio, se alzan quienes no tienen otro patrimonio que su fuerza de trabajo, el proletariado, que oponen sus propios valores cargados de vida colectiva, práctica productiva social y el ser los futuros constructores de una nueva sociedad libre de opresión y explotación.
Muchos de estos valores de la clase obrera se derivan de sus propias condiciones de vida y trabajo, como son la capacidad de autoorganizarse, la disciplina, la inclinación a abrirse a lo nuevo y aprender, el trabajo en equipo, el espíritu práctico, la planificación y previsión, etc.
Otros vienen dictados por la pura necesidad de defenderse de la explotación y de la lucha por sus derechos como la unidad de clase, la solidaridad entre todos los trabajadores y oprimidos, el internacionalismo, la combatividad, de nuevo la organización, horizontal y vertical, la flexibilidad en la utilización de métodos de lucha y su renovación periódica, el no temer y buscar el debate y la vida colectiva, etc.
Como es lógico, el desarrollo de estos valores entre el proletariado se ve obstaculizado permanentemente por la labor de educación, aculturación y represión que la burguesía despliega desde la escuela hasta los medios de comunicación.
Es lo que ocurre, por ejemplo, con el uso de la violencia por los oprimidos o con el orgullo de pertenecer a la clase obrera y su complementario odio de clase, ideas a las que los burgueses tienen verdadero pánico y a las que atacan con saña para evitar que se generalicen.
Odio, violencia… “¡No podemos ser como ellos!” nos espetan los predicadores de conciliaciones y reconciliaciones, pontífices de un pacifismo desmoralizador y de un antiautoritarismo de Cátedra. ¡Cuántas veces hemos oído lo de “con violencia no se consigue nada” o “si usas la violencia pierdes la razón”!
Estos fariseos ocultan que para los capitalistas la violencia es algo consustancial a su sistema de dominación, que el capitalismo, en palabras de Marx “nació chorreando sangre”, que el odio y el temor a los obreros, sus “sepultureros”, hacen que recurra a ella de forma permanente y desproporcionada. Por el contrario. El proletariado no tiene ninguna propiedad que ganar o salvaguardar, y es precisamente la necesidad de defenderse de la violencia del poder y de vencer su feroz resistencia a cualquier tipo de cambio lo que obliga a los obreros a recurrir a todos los medios a su alcance, incluyendo los violentos.
En cuanto al orgullo de pertenecer a la clase generadora de la riqueza social y llamada a construir una nueva sociedad, el comunismo, es bastante más que un sentimiento o un instinto ciegos, sino que encierra toda una concepción del mundo dividido en clases contrapuestas: vosotros estáis ahí, explotándonos, necesitando nuestra fuerza de trabajo para crear una plusvalía que luego nos robáis, y nosotros tenemos la necesidad y la obligación de resistirnos a ese robo. Tenemos posiciones antagónicas e irreconciliables, por más que los burgueses y sus servidores reformistas prediquen el fin o la conciliación de las clases.
El orgullo/odio de clase supone, por tanto, la toma de conciencia por parte del proletariado como clase revolucionaria, la rebeldía permanente, la reivindicación constante de derechos y mejoras y la lucha transgeneracional contra el capitalismo hasta su destrucción. Nosotros tenemos la razón histórica y el futuro de nuestra parte mientras vosotros estáis condenados al basurero de la historia. Por eso nosotros nunca seremos como vosotros que representáis todo lo caduco, podrido y cruel que hay en el mundo.
Ahora que se conmemora el 150 aniversario de la Comuna de París, no viene mal recordar lo que Marx escribió acerca de ella: «Indudablemente, no hay nada más autoritario que una revolución. La revolución es un acto durante el cual una parte de la población impone su voluntad a la otra mediante los fusiles, las bayonetas, los cañones, esto es, mediante elementos extraordinariamente autoritarios. El partido triunfante se ve obligado a mantener su dominación por medio del temor que dichas armas infunden a los reaccionarios. Si la Comuna de París no se hubiera apoyado en la autoridad del pueblo armado contra la burguesía, ¿habría resistido más de un día?”.
Naturalmente, todo lo dicho hasta ahora sobre la moral proletaria no deja de ser una generalización de muchos casos individuales o grupales que, mirados uno a uno, suponen ideas y valores diferentes, incluso contradictorios, y constantemente influidos o contaminados por la moral del enemigo burgués.
Sin embargo, cuando hablamos de una clase social que lucha y se moviliza por la transformación radical de toda la sociedad, es justo y cargado de realidad el atribuirle lo mejor de esas individualidades y lo mejor de las generaciones de oprimidos que les precedieron, y decir que, cuanto menos, esos valores progresistas tienden a generalizarse, una tendencia que se impondrá como una necesidad conforme se agudice la lucha de clases.
Destellos de esa moral que saca lo mejor de cada proletario individual y crea una nueva fuerza colectiva los vemos aparecer, por ejemplo, cuando hay que hacer frente a una catástrofe, durante un gran accidente laboral, en épocas de extrema penuria y miseria y, sobre todo, durante los procesos revolucionarios.
Y si hablamos de clase obrera, revolución y valores morales justo es dedicar unas líneas a quienes hoy son sus mejores representantes y vanguardia política: los comunistas.
Por supuesto que los comunistas no tienen la exclusiva de los valores positivos y éstos los encontramos en los revolucionarios de todas las épocas; la historia y la literatura están llenos de hombres y mujeres que nos sirven de ejemplo y guía. Pero podemos decir que desde la Comuna de París de 1871 los comunistas han estado al frente de la mayoría de los procesos revolucionarios habidos en el mundo, destacando, claro está, la Revolución de Octubre en Rusia, los intentos insurreccionales que le siguieron (Shanghai, Alemania…) y los movimientos guerrilleros posteriores.
Y no sólo con ideas políticas, acciones y armas se ha combatido, sino también siendo digno representante de los mejores valores de la clase obrera y de los revolucionarios que les precedieron. Y es que el proletariado consciente concibe la moral como un medio, Como una herramienta más para su misión histórica de hacer la revolución y construir el socialismo.
Más de un millón de comunistas murieron en la II Guerra Mundial bajo la consigna “Ser los primeros en el ataque y los últimos en la retirada”; los comunistas madrileños frenaron a las hordas fascistas en el Puerto de los Leones casi sin armas, sólo con su voluntad de “¡No pasarán!”; igualmente, comunistas venidos de todo el mundo se enrolaron en ese gran acto solidario que fueron las Brigadas Internacionales.
Desde entonces, los comunistas forman la columna vertebral de la resistencia antifascista, recibiendo por ello persecuciones, tortura, cárcel y muerte. ¿De dónde sacan su fuerza si no es de rescatar los mejores valores de su clase, los obreros, y de su confianza en que la verdad, la justicia y el desarrollo histórico están de su parte.
Sin embargo, los comunistas siguen sufriendo los más desaforados ataques ideológicos, políticos y periodísticos por parte de los capitalistas, apuntando muchos de ellos precisamente a su “falta de moral”.
¡Qué de barbaridades y depravaciones no se han adjudicado a las grandes figuras del comunismo Marx, Engels, Lenin, Rosa Luxemburgo, Stalin, Mao! ¡Cuánta basura seudo-histórica no se ha vertido contra la labor de los comunistas!Por supuesto que no estamos hablando de santos ni “puros”, sino de mujeres y hombres que se sobreponen a la influencia y educación recibidas de la moral burguesa, asumen lo mejor de su clase y llevan adelante las tareas que exige la revolución.
Por eso nunca será lo mismo ser un reaccionario que un revolucionario, por más que ocasionalmente pudieran coincidir en algunos comportamientos. No pueden tener la misma moralidad, aunque ambos hayan nacido en medio de la podredumbre capitalista, quienes se dedican a hacer política al servicio del poder y sus instituciones que quienes hacen política en beneficio de los trabajadores y con el objetivo de acabar con ese poder.
Escribió Lenin (citado por Bertolt Brecht): “Derivamos nuestra moralidad de los intereses de nuestra lucha contra los opresores y explotadores”. Es por ello que frente a tanto “posibilismo” y “realismo” como hoy imperan entre la llamada “izquierda”, si alguna síntesis moral podemos hacer de lo que guía la conducta de los comunistas es hacer siempre lo necesario para llevar adelante esa lucha de la que hablaba Lenin.
Y lo necesario no es arbitrario sino que se establece en base a tres principios sencillos: Permanecer unidos a la clase obrera y demás trabajadores, a su forma de vida, a sus problemas, sus intereses y sus luchas, aprender y enseñar a la vez y estar siempre a su servicio; en segundo lugar, atenerse a los principios científicos de la evolución y transformación de la sociedad establecidos por el marxismo-leninismo; y, por último, apelar continuamente a la vida colectiva, a la discusión franca y abierta, a la crítica y autocrítica, al Partido, en suma.
Así se establece en cada momento lo necesario, tanto para el compromiso individual como el colectivo. A partir de “aquí podríamos desplegar todo un conjunto de principios y valores pero invito a los lectores, en especial a los más jóvenes, a que lean los ESTATUTOS de cualquier Partido Comunista “clásico”; son toda una lección y un ejemplo de lo que es la moral revolucionaria.
Más de 35 años preso por ser comunista organizado, y las cosas tan claras y contundentes. Artículo a difundir.