Reseñas literarias, cultura proletaria:
Plumas imprescindibles: Mijail Sholojov
Este genial escritor soviético nació a orillas del río Don en 1893, en Kurshlino, en el seno de una familia de cosacos. Participó en la Primera Guerra Mundial y luego en la guerra civil que la burguesía desató contra la revolución. Se afilió al Partido Bolchevique; fue inspector de policía y también trabajó como periodista y editor. Ocupó diversos cargos militares, administrativos y políticos, llegando a ser elegido diputado del Soviet Supremo de la URSS. Fue galardonado con el Premio Stalin y condecorado con la orden de Lenin; hasta el imperialismo se postró ante su maestría narrativa y, en plena guerra fría, tuvo que otorgarle el premio Nobel de Literatura.
Empezó a escribir en 1925, y rápidamente alcanzó una enorme fama, sobre lodo después de publicar «El Don apacible», que redactó entre 1929 y 1935. Luego escribió «Campos roturados», que describe la vida campesina en una aldea koljosiana. Otra de sus grandes obras es «Ellos lucharon por la patria», ambientada en la guerra mundial. Pero si Sholojov tenía una maestría absoluta en el dominio de la novela larga, no menos impresionantes son sus relatos breves, especialmente los «Cuentos del Don».
Estamos en presencia del que quizá sea el mejor novelista del siglo XX, un autor que sintetizó admirablemente el aliento vital de la mejor novelística rusa, especialmente Tolstoi, con el realismo socialista, del que es un exponente sublime. En sus páginas está sin duda la Rusia de siempre y, de sus dramáticos rescoldos, va brotando con fuerza una nueva sociedad. No es sólo la lucha de clases: todas sus narraciones están preñadas de contrastes y contradicciones, desde el paisaje, peinado por un viento gélido o aplastado por el sol ardiente, hasta los cosacos embrutecidos que dudan entre la revolución y la contrarrevolución.
En el Congreso del PCUS celebrado en 1956 Sholojov criticó a los escritores que pretendían describir verazmente la vida soviética sin abandonar sus cómodos despachos de Moscú. Y es que sus novelas rezuman sinceridad; se puede reconstruir la historia de la cruenta guerra civil en «El Don apacible» mejor que en cualquier manual de historia contemporánea.
¿Quién insiste en que ya no hay héroes? Todos los protagonistas de las novelas de Sholojov lo son, sin necesidad de recurrir a leyendas ni mitos; le bastó con mirar a su alrededor y esculpir con trazos vigorosos a esos campesinos analfabetos a los que Lenin llamaba a asumir el gobierno de su país; esos niños huérfanos que soportan días enteros sin nada que llevarse a la boca; esos comisarios políticos que se ponían al frente de sus tropas enarbolando la bandera roja y cantando La Internacional en medio del fuego de una batería de ametralladoras enemigas; esas mujeres que ya no se someten más a las vejaciones conyugales y se organizan; esos cosacos feroces que se emborrachan y cantan…
En las obras de Sholojov no hay personajes; hay personas, seres humanos sencillos arrastrados por el vendaval de la revolución y la guerra, capaces de sobreponerse a las condiciones más atroces, organizarse y salir adelante. La tarea de alinear en párrafos un acontecimiento histórico tan gigantesco como la primera revolución proletaria no era fácil; necesitaba una prosa a su altura, y Sholojov la encontró tan admirablemente que hasta la vegetación de las riberas del río Don parece contagiada por la epopeya que se desenvuelve en su entorno. No solo los pastores pobres, no sólo los veteranos curtidos en cien batallas, no sólo la épica de los acontecimientos: también «la corriente espumosa del Don, rizada por el viento» nos hace comprender que no estamos sólo ante una metáfora de la historia, sino que la estepa es igualmente grandiosa, y eso tiene en Sholojov una enorme trascendencia porque al río, a los arbustos, a las nubes, al barro y a los trigales, están anclados los campesinos, los soldados, los kulaks y sus luchas revolucionarias.
Con antecedentes tan inmejorables, parece obvio constatar que, en el páramo cultural que nos atenaza, no merece la pena preguntar por las novelas de Sholojov en las librerías, pues hace ya tiempo que las retiraron de las estanterías. Localizar sus obras es tarea reservada para los buscadores más obstinados. Pero el premio de su lectura es gratificante. Es el único rincón donde nos encontramos con «dos seres desvalidos, dos granitos de arena arrojados a tierra extraña por el huracán de la guerra, de una fuerza inaudita»; uno de ellos, el viejo soldado de capote raído y manos ásperas; el otro, un niño vagabundo de piernas cortas y piel sonrosada, que se despide del narrador haciéndole volver la cara para que no le vea llorar. Porque -nos comenta el narrador- «no sólo lloran en sueños los hombres maduros, encanecidos en los años de guerra. Lloran también despiertos. En esos casos lo importante es saber volverse a tiempo. Lo principal es no herir el corazón del niño, que no vea cómo por tu mejilla corre, parca y ardiente, una lágrima de hombre…» (Del relato de Sholojov -El destino de un hombre»).
«Cuentos del Don»
El Guachito (extractos)
En sus brazos se quedó dormido. Primero pensó en aquel hombre singular llamado Lenin, en los bolcheviques, en la guerra, en los barcos. Entre sueños escuchaba voces bajitas, percibía olor a sudor y a tabaco. Luego se cerraron sus ojos como si unas manos los hubieran apretado fuertemente. No terminó de dormirse cuando apareció una ciudad: calles amplias, y en ellas unas gallinas escarbando entre las cenizas. En el pueblo había muchas gallinas, pero allí había muchísimas más. Las casas tal como le había contado el padre eran enormes, una grandota, cubierta de juncos frescos, sobre la chimenea, otra casa, sobre ésta, otra casa más, la chimenea de la última casa llegaba hasta el mismo ciclo.
Caminaba Misha por la calle, mirando hacia arriba, de pronto ve que un hombre grandote, enorme, viene a su encuentro… Vestía una casaca roja,
-¿Y tú, Misha, por qué andas sin hacer nada? -le preguntó cariñosamente.
-Mi abuelo me deja pasear, contesta Misha.
-¿Sabes tú quien soy?
-No, no se…
-¡Yo soy el camarada Lenin!
Del miedo se le aflojaron las rodillas. Quiso escapar, pero el hombre de la casaca roja lo retuvo de la manga y dijo:
-¡No tienes ni un centavo de vergüenza! Tú sabes muy bien que estoy luchando por la gente pobre, y sin embargo no te alistas en mi ejército.
-Mi abuelo me deja pasear, contesta Misha.
-Corno tú quieras, dice el camarada Lenin, pero sabes que sin ti no me puedo arreglar, tienes que entrar en mi ejército y basta.
Misha le tomó la mano y con mucha firmeza dijo:
-Está bien, entraré en tu ejército sin permiso, y lucharé por la gente pobre. ¡Pero si el abuelo por eso empezara a castigarme con la vara tú tendrás que defenderme!
-Te defenderé sin falta, dijo el camarada Lenin y se echó a caminar por la calle.
Misha sintió como se le cortaba el aliento de la alegría, le faltaba el aire, quiso gritar y no podía, la lengua se le pegó… Misha se estremeció en la cama, le pegó una patada al abuelo y despertó. (…)
Llovía desde la mañana. El cielo estaba encapotado. El patio se llenó de charcos. Por la calle corrían torrentes de agua, Misha pasó todo el día en casa. Al anochecer el padre y el abuelo se dispusieron para ir a la asamblea del comité. Misha se encasquetó la gorra del abuelo y los siguió. El comité se encontraba en la sacristía de la iglesia. Por la escalera toda sucia y destartalada subió Misha al balconcito y de allí pasó al cuarto. El humo de los cigarros flotaba en el aire. Estaba lleno de gente. En la mesa, cerca de la ventana estaba sentado el huésped, algo les estaba contando a los cosacos allí reunidos.
Misha calladito pasó al fondo y se sentó sobre un banco.
-¡Los que estén de acuerdo para que el compañero Foma Korschunov sea presidente, que levanten la mano!
El que estaba sentado al lado de Misha, Procopio Licenco, el yerno del tabernero gritó:
-¡Ciudadanos! Ruego que se lo borre como candidato, pues no es de conducta honesta. Cuando era pastor y cuidaba nuestra hacienda se le observó algo.
Misha vio como Ferosio el zapatero se levantaba del alféizar y gritó gesticulando con las manos:
-Compañeros, a los ricachos no les agrada el pastor Foma como presidente porque es un proletario, y es por el régimen soviético…
Los cosacos pudientes que habían hecho un grupo junto a la puerta empezaron a golpear con los pies, a silbar, se levantó un gran desorden.
-¡No trabaja de pastor! Ha vuelto del servicio, que se emplee como pastor nuevamente.
-¡Al diablo con Foma Korschunov!
Misha miró la cara pálida del padre y palideció él también, pues tuvo miedo por él.
-Calma, compañeros, si no tendré que separar algunos de la asamblea, gritaba el forastero golpeando con el puño en la mesa.
-¡Elegiremos a uno de los nuestros, de los cosacos!
-¡No hace falta!
-¡No que…re….mos…. al hijo de tal! gritaban los cosacos. El que más fuertemente chillaba era Projor, el yerno del tabernero.
Un cosaco fornido, de barba pelirroja, que llevaba un arete en la oreja y vestía una chaqueta toda rota, saltó sobre el banco y gritó a voz en cuello:
-Hermanos, miren que giro toma el asunto. Es que los ricachos quieren imponernos de presidente a un crío de ellos ¡Luego los cosacos empezarán como antes!
Entre el bramido de voces Misha captaba algunas palabras que el cosaco del arete gritaba: ¡Tierra… reforma… a los pobres la arcilla… de la tierra negra se apoderan ellos…!
-¡A Projor queremos de presidente! Bramaban los que estaban cerca de la puerta.
-¡A Projor! Go…. go…. go…. Ga…. ga…. ga…. ga….
A duras penas se calmaron algo. El forastero, frunciendo el ceño, gritaba algo atorándose.
Debe ser que está insultando, pensó Misha.
El forastero preguntó en voz alta. ¿Quién vota por Foma Korschunov?
Desde los bancos se vieron muchas manos levantadas, Misha también levantó la suya. Alguien saltando de un lado a otro se puso a contar en voz alta:
-Setenta y tres, setenta y cuatro, sin mirar a Misha señaló con el dedo su manita levantada y gritó ¡setenta y cinco!
El forastero anotó algo en un papel y luego gritó:
-¿Quién vota por Projor Licencov? Ruego levanten la mano.
Veintisiete cosacos ricos y Gregorio el molinero levantaron la mano a la vez, Misha miró alrededor y levantó también la mano.
El hombre que estaba contando los votos lo miró de arriba abajo y pegándole un fuerte tirón de oreja le dijo:
Ea, tú mocoso mándate a mudar si no querés cobrar. También él votando. Todos se rieron mientras el hombre llevó a Misha hasta la salida y lo hizo salir de un puntapié. Misha se acordó de la conversación que tuvo el padre con el abuelo y mientras bajaba la sucia y resbalosa escalera, gritó:
-¡No tienes derecho!
-Te voy a mostrar los derechos.
La ofensa, como todas las ofensas, tenia sabor amargo. Cuando llegó a la casa llorisqueó algo, se quejó a la madre, pero ella todavía se enojó con él y le dijo:
-¡Pues no vayas donde no te corresponde! ¡Tú en todo agujero metes la nariz, eres un verdadero castigo!
Al otro día por la mañana, mientras estaban tomando el desayuno, oyeron sones de música. Muy apagados por la distancia. El padre dejó la cuchara y secándose los bigotes dijo:
-¡Pero si debe ser la orquesta militar!
Misha corrió como si lo llevara el viento. Sólo se oyó el golpe de la puerta del zaguán y luego el tap, tap, de sus pasitos en el patio.
Salieron también el padre y el abuelo, la madre sacó la mitad del cuerpo por la ventana.
Desde la otra punta de la calle avanzaban en fila soldados del ejército rojo. Adelante, la banda con los músicos soplando en unas enormes campanas. Retumba el tambor con un estrépito que se extiende por todo el pueblo. Misha quedó desconcertado un momento. Dio unas vueltas, y luego corrió hacia los músicos. Sintió que algo le oprimía el pecho dulcemente, luego le subió hasta la garganta… Miró los rostros alegres de los soldados, cubiertos de tierra, los músicos que caminaban erguidos soplando sus instrumentos, y de golpe, cortante, resolvió: «Iré a luchar al lado de ellos». Recordó el sueño y sacando coraje sin saber de dónde, se colgó de la cartuchera del soldado más próximo.
-¿Ustedes dónde van? ¿A luchar?
-¡Pues claro que sí, a luchar!
-¿Y por quién luchan ustedes?
-¡Por el poder soviético, tontuelo! Bueno ven acá, al medio.
Empujó a Misha al medio de las filas, alguien, riéndose, le dio un tironcito de oreja, otro sacó de su bolsillo un terrón de azúcar todo sucio y se lo metió en la boca. Al llegar a la plaza, desde las primeras filas llegó la voz de:
-¡Fir…mes!
Los soldados pararon. Luego se desparramaron por la plaza tumbándose a la sombra de la tapia de la escuela. Misha se acercó a un soldado alto, muy bien afeitado, con un sable colgado al costado. Le preguntó:
-¿Y tú de dónde vienes, cómo te encuentras aquí?
Misha adoptó un aire importante:
-Voy a luchar con ustedes.
-¡Compañero Jefe tómalo de ayudante! -gritó uno de los soldados.
Todos rieron. Misha empezó a pestañear, pero el hombre con el extraño apodo de Combat frunció las cejas y dijo seriamente:
-¿Por qué relinchan tanto? Por supuesto que lo recibiremos, pero con una condición… se dio vuelta hacia Misha y dijo:
Tú llevas el pantaloncito sostenido por un solo tirante, eso no puede ser, todos quedaremos abochornados por tu culpa, pues mira, yo llevo los dos y los demás también.
Corre que tu madre te pegue otro más, nosotros te aguardamos aquí…
Luego se dio vuelta hacia el grupo de soldados y gritó mientras guiñaba un ojo ¡Terechenco, vaya y tráigale al nuevo combatiente un rifle y un capote!
Uno de los soldados que estaban echados junto al muro se levantó, hizo la venia y contestando: ¡será cumplido! se puso a caminar a lo largo del muro.
-Bueno pues, ¡corre ligerito, para que tu madre te cosa otro tirante!
Misha lo miró con mirada escrutadora:
-Mira tú, no me vayas a engañar.
-¿Pero, qué se te ocurre? ¿Cómo es posible?
La casa está lejos de la plaza. Misha llegó al portón aguadísimo, apenas podía respirar, antes de llegar a la puerta se sacó el pantaloncito e irrumpió en la casa corriendo.
-¡Mamita!… ¡Los pantalones! ¡Hay que coser los tirantes!
En la casa hay silencio. Sobre la estufa zumbaba una nube de moscas. Recorrió el granero, la huerta, no estaban ni el padre ni el abuelo. Entró al cuarto. Lo primero que vio fue una bolsa de arpillera. Con el cuchillo cortó una lira, pero no tuvo tiempo de coserla, por otra parte tampoco sabe. La ató al pantalón por delante, la pasó por el hombro y la otra punta la ató atrás, y salió corriendo hasta el granero.
Allá levantó el adoquín bajo el que guardaba el retrato de Lenin, miró aquel brazo que lo señalaba a él. Misha, y en un susurro dijo suspirando:
-Pues bien, ¿ves tú? ¡Ahora yo también entré a formar parte de tu ejército!
Cuidadosamente envolvió la tarjeta con la hoja de una planta, la metió bajo la camisa y salió corriendo hacia la calle. Con una mano aprieta la tarjeta, con la otra se acomoda el pantaloncito. Mientras pasaba junto al cerco de los vecinos le gritó a la mujer:
-¡Anisimovna!
-¿Qué pasa?
-Dile a los míos que almuercen, que no me esperen.
-¿Y tú a dónde vas volando, pícaro?
Misha hizo un ademán.
-¡Me voy al servicio!
Cuando llegó a la plaza quedó petrificado. Allí no había ni un alma. Al lado del muro, unos puchos de cigarros, latas de conservas vacías, unas polainas viejas. Desde la otra punta de la villa alcanzó a oír el sordo retumbar de la música y el ruido de los pasos sobre el suelo apisonado.
De la garganta se le escapó un sollozo, y con todo se echó a correr para alcanzarlos. Los hubiera alcanzado, pero justo en el camino frente a la casa del curtidor estaba echado el perro canela, mostrando los dientes. Mientras él corría, del otro lado de la calle habían silenciado los pasos y la música.