Artículos desde prisión:
Juan García Martín
Preso político del PCE(r). Puerto III.
Publicado en ‘El Otro País’, n.º 100. Diciembre 2021.
-Educar ¿en qué sociedad?
El nuevo curso académico está en marcha. Salvo por las mascarillas, pocas diferencias se observan respecto a cursos anteriores …y, sin embargo, este año ha entrado en vigor la nueva Ley de Educación de los socialistas y sus socios de «izquierda».
Ya nadie parece acordarse de los ríos de tinta y saliva que se vertieron tras conocerse la llamada «Ley Celaá” o cómo la derecha institucional amenazaba con todos los fuegos del infierno si se aprobaba. Pues bien, ya está aquí y ¿dónde están las mejoras sólidas y radicales que precisa el desolador panorama de la educación en España?
Yo, como viejo maestro de escuela que inició su andadura político-contestataria echándose a la calle contra la última Ley de Educación franquista, la de Villar Palasí de 1969 y que supuso mi primera detención (1973), no me puedo resistir a meter la cuchara en el guiso que nos ha preparado el Gobierno de coalición.
Sin embargo, me cuidaré muy mucho de entrar en el articulado concreto de la Ley: corro el riesgo de enredarme en la maraña que los «expertos” han tejido para aparentar que han cambiado lo que, en el fondo, sigue siendo lo mismo de siempre, es decir, una simple actualización del sistema educativo para mejor cubrir las necesidades de una sociedad capitalista que sigue cambiando por más decadente, caduca y en crisis que esté.
No, lo principal de esta y las otras leyes anteriores no son los artículos o contenidos concretos, sino saber para qué y para quién se hace, a quién sirve. En función de esta premisa se pueden marcar los objetivos a conseguir y los medios humanos y materiales para llevarlos a cabo. Está claro, por tanto, que el contexto social, el tipo de sociedad en y para la que se van a educar las nuevas generaciones determina esta y cualquier otra ley.
Supongamos que a nosotros, gente preocupada por tener una educación de calidad que esté al servicio del pueblo, se nos da la oportunidad de hacer una nueva ley de educación. Llevados por nuestro entusiasmo, inmediatamente ponemos por delante los objetivos que queremos lograr.
Como gente de izquierdas que nos consideramos y recogiendo las mejores y más progresistas tradiciones pedagógicas, así como las reivindicaciones de las actuales “mareas verdes”, esos objetivos serían lograr una educación universal, integral, pública y gratuita, basada en criterios científicos y que cultive el espíritu crítico de las nuevas generaciones.
¡Qué bonito nos ha quedado! Pero ¡alto ahí! Resulta que no estamos en una sociedad “de izquierdas”, o sea, socialista, donde nuestra futura ley encajaría a la perfección con las necesidades sociales de los trabajadores.
Por el contrario, en España el gran capital monopolista, las leyes de la ganancia a bajo coste, la explotación de los trabajadores y la intocable propiedad privada son los referentes y condicionantes de cualquier ley, por no hablar de la servidumbre de sus políticos a lo más retrógrado y autoritario que produce un Estado fascista como el que padecemos.
A partir de aquí es fácil deducir que hasta el más tímido reformador de lo educativo se encuentra atado de pies y manos o, por ser optimistas, muy condicionado en cuanto al alcance de esas reformas. ¿Qué va a pasar entonces con nuestra Ley de Educación? Confrontemos los objetivos que nos marcamos con la dura realidad en que vivimos.
Una educación universal supone una educación para todos sin menoscabo en su calidad para diferencias de origen, creencias, edad, nivel de partida o clase social; también supone contenidos, etapas, métodos y medios comunes. Este tipo de educación, estrechamente ligada a que sea pública y gratuita, necesita que el Estado tenga el monopolio de la enseñanza o, cuanto menos, el máximo control; sólo el Estado tiene los medios económicos, humanos y de inspección capaz de garantizarla.
Pero vivimos en un régimen donde la propiedad privada individual es sagrada, donde hasta los hijos son una propiedad de los padres (o, mejor dicho, del padre), donde la educación de calidad y los mejores recursos van a parar a la enseñanza privada-concertada para educar a los hijos de las élites políticas y económicas, donde se apela y se respalda una supuesta “libertad de elección” para que entre todos la paguemos (como decía un pedagogo, “libertad para ir en un Mercedes mientras los demás vamos en autobús”), está claro que en esta Sociedad esa enseñanza universal, pública y gratuita se convierte en una utopía.
Al revés, se suceden los Gobiernos, de derechas e “izquierdas”, y las leyes de educación y nadie le hinca el diente a la existencia de la escuela privada-concertada (de hecho la mayoría de los políticos educan en ella a sus hijos) ni a los privilegios de los centros religiosos. Todo lo contrario, llevamos decenios viendo cómo intencionadamente -lo mismo que ocurre, por cierto, con la sanidad pública- deterioran lo público para obligar a los que puedan costearla a irse a la privada.
Además de universal, pública y gratuita, decíamos que la enseñanza debe ser integral y basada en criterios científicos; es decir, debe abarcar y abordar, con la mejor metodología posible, todos los aspectos de la persona como individuo y como miembro de una colectividad y en su relación, armónica o conflictiva, con el sistema social en que vive.
De ahí que deba abarcar, sobre todo en la educación básica, conocimientos lo más generalistas e instrumentales posible, la formación intelectual y física, fomentar la creatividad y la vertiente artística tanto como el trabajo manual, mereciendo una atención especial el desarrollo de su espíritu crítico; no en vano las nuevas generaciones son las llamadas a proseguir con la transformación de la sociedad y el avance científico y técnico, cosa que no se puede hacer con un espíritu conformista.
Podemos añadir como elementos que también comprende la integralidad la enseñanza de adultos, el trasvase de alumnos del campo a la ciudad y viceversa, la formación permanente de profesores y otros profesionales y, claro, las personas que presentan diferentes discapacidades.
Me imagino a un político “hacedor de leyes” leyendo esto y echándose las manos a la cabeza. Como buen burgués, lo primero que dirá es que no hay dinero para una educación de este tipo y que mejor reservarlo para las minorías “excelentes”; y para los demás, como se decía antes, con que sepan leer y escribir es suficiente. Por lo demás, una educación como la que proponemos difícilmente puede encajar en una sociedad que busca y necesita la división ante todo (por clases, origen, creencias, residencia…) y que tiene en su ADN la separación entre el trabajo manual y el intelectual o entre la ciudad y el campo.
Nuestro buen burgués se pone de los nervios cuando lee que hay que formar personas díscolas, insumisas, críticas, preguntonas, contestatarias y con ganas de cambiarlo todo. Deja, deja, nos dirá, es mucho mejor la “modernidad” que nos trae la “Ley Celaá”, con esa difusa “transversalidad” que parece un comodín o saco donde cabe todo lo que parezca “progre”, incluyendo alguna que otra excentricidad, pero que no compromete a nada.
Es como el “invento” de la llamada “educación por proyectos”, duramente criticada y rechazada por reconocidos pedagogos como un instrumento al servicio de las teorías neoliberales y destinadas a fabricar cuanto antes “expertos en algo” (lo que en cada momento vaya necesitando la economía capitalista) e ignorantes en todo lo demás; la “estrella” de la nueva ley, la Formación Profesional, sigue fielmente estos criterios de inmediatez economicista.
En consonancia con este desinterés de la “Ley Celaá” por la enseñanza de calidad y al servicio del pueblo trabajador, su articulado no recoge un número máximo o idóneo de alumnos por aula en cada ciclo de la enseñanza, ni aumenta significativamente el número de maestros y profesores ni elimina el decimonónico acceso de éstos a la enseñanza por medio de las memorísticas oposiciones; por supuesto, no mejora sus condiciones de vida y trabajo ni aborda su formación continua. Tampoco determina un número razonable, no agobiante y basado en criterios científicos de contenidos curriculares en cada ciclo de la enseñanza.
Tras los fracasos de las diferentes leyes de la educación que han existido en España y la carencia de cambios profundos en esta nueva, lo que le augura un nuevo fracaso, cabe preguntarse si es inútil pretender una enseñanza y educación como la que proponíamos en nuestros voluntariosos objetivos o las reformas que pretenden las “mareas verdes” en tanto subsista el actual sistema.
Vuelve a hablar el viejo maestro y recuerdo que, acabadas las batallas contra la Ley de Villar Palasí (mea culpa: al final ha resultado ser la más progresista y rompedora de todas las que vinieron después), una generación de jóvenes maestros y profesores aprovechamos las “novedades” de dicha ley, la necesidad que el “milagro económico español” tenía de obreros con un cierto nivel formativo, la propia descomposición que entonces vivía el franquismo y que dejaba “huecos” en la estructura del régimen (por ejemplo, los directores de las escuelas “pasaban” de todo y dejaban hacer) y, sobre todo, la unidad que se produjo entre los intereses de maestros, alumnos y padres, todos con ganas de luchar y cambiar la realidad que vivíamos (en 1972, los maestros, con la complicidad de los padres, hicimos las primeras huelgas desde el fin de la Guerra Civil), para realizar algunas transformaciones y modernizaciones en la escuela pública y la Universidad, cambios que han llegado hasta nuestros días y que, por cierto, han sido poco a poco desmantelados por los sucesivos Gobiernos “democráticos”.
¿Quiero decir con esto que “Con Franco se luchaba mejor”? No, lo que pretendo decir es que, si en unas condiciones de dictadura abierta logramos encontrar vías y modos para luchar e imponer algunas mejoras, estoy seguro de que hoy también se encontrarán y, así, si no lograr todos los objetivos, sí conquistar algunos y, sobre todo, acercar la verdadera solución al problema educativo: otra sociedad.