Memoria histórica:
Otras voces, a 180 grados:
-«No hubo una conquista musulmana ni islámica en la Península Ibérica».
Entrevista a Emilio González Ferrín.
Islamólogo español, profesor de pensamiento árabe e islámico en la Universidad de Sevilla.
-Empezamos yendo directamente al grano: ¿qué pasó en la península ibérica en 711? ¿Es obligatorio contextualizarla en un Mediterráneo que, si he entendido bien tus tesis, estaba viviendo un proceso de orientalización desde el siglo IV de raíz cristiana y después islámica?
No ocurrió nada en el 711 que no viniese ocurriendo desde mucho tiempo atrás y siguiera ocurriendo después. Desde el 710 se fracturó el reino central de la península ibérica, el visigodo. El Levante pertenecía a la Roma oriental, a Bizancio. El norte y noroeste campaba por sus respetos. Se ha localizado en un solo punto, 711, un largo proceso de orientalización de la península ibérica. Griegos, fenicios, romanos, cristianismo, judaísmo, islam… Todo llegó de oriente y en la misma medida. Con el golpe de efecto de Carlomagno en el 800, el cristianismo mediterráneo hispano comenzó a ser algo atípico por comparación con el resto de Europa. Primero se produjo una arabización cultural: los cristianos peninsulares comenzaron a celebrar misas en árabe –atestiguado por los llamados “mártires de Córdoba”- y luego se empezó a condensar una nueva forma religiosa, conectada con el resto del Mediterráneo. Se trataba de una próspera ruta comercial que emitía monedas en árabe sin que poderes árabes orientales tuviesen influencia alguna en el lado occidental. Simultáneamente, la gente del norte de África iba y venía a través del Estrecho. Pero no eran los portadores de aquellas novedades orientales sino otros receptores…
-¿Se produjo una invasión musulmana, árabe, ninguna de las dos conceptualizaciones sería correcta?
Musulmana no. El islam como religión no tiene posibilidad alguna de expresión antes del año 800. Árabe podría ser, si atendemos a alguna acepción de lo árabe que tenga que ver con “poblaciones nómadas, aisladas, en todo el Mediterráneo abandonado por Bizancio”. Sería más ajustado hablar en plural de “invasiones norteafricanas”, por el componente genético de nuestra población peninsular. Pero, desde luego, fue un proceso repartido a lo largo de siglos, como mínimo desde el IV hasta el XII. Jamás debería aplicarse el término invasión a un solo año en concreto, 711…
-Me gustaría que caracterizaras la Reconquista, algo que sí que está siendo mucho más matizado y cuestionado que la invasión de los pueblos norteafricanos de la Península.
La Reconquista es un término forjado en el siglo XIX, coincidiendo con la invasión del norte de Marruecos. Fue aceptada como tal en la Real Academia de la Lengua Española en el año –interesante- de 1936. Ninguno de los grandes conquistadores medievales –Ramiro II y Alfonso VI de Castilla, Jaime I de Aragón- pretendieron “reconquistar” sino conquistar. Este último pasó precisamente a la historia como “El conquistador”, no el reconquistador. La raquítica definición de España como esencialmente reconquistadora, pelayista y nacionalcatólica es un invento del XIX, y responde a un trauma de corte machista-discursivo por haber perdido las últimas colonias americanas y Filipinas…
-El día que España (con apoyo de la Iglesia) intentó exterminar al pueblo gitano: «Se les consideraba una raíz infecciosa».
Hace 275 años, el Marqués de la Ensenada protagonizó uno de los capítulos más oscuros y desconocidos de la historia de España: la Gran Redada.
Raúl Quinto ha rescatado aquel episodio en el libro “Martinete del rey sombra”.
El Marqués de la Ensenada tenía un plan para que España se subiera al carro de la modernidad, pero en ese proyecto sobraba el pueblo gitano. «Se consideraba al pueblo gitano como una raíz infecciosa, como algo ingobernable, algo que no era útil para el Reino, así que la mejor solución era acabar con ellos».
La noche del 30 de julio de 1749, con el apoyo de la Iglesia Católica y de la Corona, el Marqués de la Ensenada inicia uno de los capítulos más oscuros y desconocidos de nuestra historia: la Gran Redada.
«Hay cifras que hablan de once mil, doce mil personas que fueron perseguidas, detenidas, arrancadas de sus vidas para buscar su extinción», recuerda Quinto. «El Marqués de la Ensenada tenía incluso más poder que el propio rey Fernando VI, entonces muchas veces sus deseos eran órdenes. Y así fue con la Gran Redada».
Pero en medio del intento de genocidio, «la mentalidad pragmática del Marqués vio la luz», explica el escritor. «Pensó: antes que expulsarlos o eliminarlos, utilicémoslos como mano de obra gratuita y, mientras, que se vayan extinguiendo».
A los miles de detenidos se les incautaron todas sus pertenencias. Separaron a los hombres y mujeres para que no pudieran reproducirse: ellas, junto a los niños, «fueron abandonadas en baluartes y fortalezas ruinosas durante años»; y a ellos, a los mayores de siete años, los mandaron a los arsenales de todo el país para trabajar en la reconstrucción de la armada española.
Tuvieron que pasar 18 años para que llegara la amnistía, como recuerda Raúl Quinto en su libro: «Aquello no fue un momento puntual. Fue la punta del iceberg de una trayectoria de siglos de persecución legal e institucional contra el pueblo gitano que continuó después”, señala. “Lo del Marqués solo es un jalón más en ese camino».
«¿Cómo es posible que algo así sucediera aquí, en nuestro país, y no tengamos ni idea?», se pregunta Quinto, que también es profesor de Historia en un instituto y nunca había leído este episodio en los libros escolares. «Los gitanos no han tenido la oportunidad de contar su propia historia, siempre se ha contado desde fuera, y la historia oficial no ha puesto el foco en la Gran Redada por considerarse algo menor».
Historias imprescindibles:
-La piel de naranja que unió para siempre a un preso de un campo de concentración franquista y la vecina que le ayudó.
Los trabajos arqueológicos en el campo de concentración de Albatera (Alicante) posibilitan que los descendientes de José Antonio Urquijo, que estuvo allí encerrado, y Carmen Rubio, que le daba comida cuando podía, vuelvan a reencontrarse después de que el contacto se hubiera perdido.
Cuando salió del campo de concentración de Albatera (Alicante), José Antonio Urquijo tenía 22 años y pesaba 31 kilos. Las pésimas condiciones en las que los franquistas mantuvieron a los miles de presos que encerraron allí en 1939 marcaron a José Antonio, combatiente del Ejército republicano, para el resto de su vida. Nunca se olvidó del hambre y de la violencia, pero tampoco de la vecina del pueblo que, según él mismo decía, le devolvió la esperanza. Se llamaba Carmen Rubio.
Lo cuenta su hijo Enrique, que ha escuchado el relato en casa desde que nació y se lo sabe al dedillo. Todo empezó un día en el que los presos del campo de concentración, uno de los 300 que creó Franco por toda España, fueron obligados a salir fuera de la alambrada a trabajar. Era habitual que Carmen y Maruja, dos chicas del pueblo, pasaran por allí al bajar a lavar ropa para ganarse la vida. En aquella ocasión, iban comiendo una naranja y arrojaron las pieles al suelo: “Entonces vieron como los presos, entre ellos mi padre, se tiraron como locos a por ellas del hambre que tenían. A las jóvenes les impresionó tanto verles que empezaron desde entonces a dejarles allí algo de comer cuando podían”.
Pero esta es una historia de reencuentros. Y es que José Antonio y Carmen se volvieron a ver casi 40 años después y entablaron una amistad que duró siempre. Sin embargo, el fallecimiento de ambos hizo que las familias perdieran el contacto en los años 90. Ahora, gracias a las excavaciones que el arqueólogo Felipe Mejías está llevando a cabo en el campo de concentración, sus descendientes se han reencontrado.
Militante del PNV en la clandestinidad, José Antonio, natural de Bilbao, siempre decía que estar en Albatera “había sido lo más duro que le había pasado en la vida”, pero no fue el único centro de represión franquista en el que fue encerrado. Combatiente en el Frente del Norte durante la Guerra Civil, fue detenido por falangistas en Asturias y tras pasar unos días en la cárcel de Oviedo fue trasladado al campo de concentración de Santoña, luego al de Miranda de Ebro y posteriormente a un batallón de trabajadores de Toledo.
De allí pudo escaparse y combatir de nuevo, esta vez en Extremadura, pero viendo que el final de la contienda se acercaba decidió ir al puerto de Alicante como otros tantos republicanos ante los rumores que corrían de que desde allí podrían dirigirse al exilio y huir de la represión que, con toda seguridad, estaba por venir.
Sin embargo, aquello no salió bien, los pocos barcos disponibles ya habían zarpado y los franquistas acabaron deteniendo a los republicanos que no pudieron escapar. “Les llevaron en vagones de trenes de ganado al campo de Albatera, como hicieron los nazis. Allí la crueldad era absoluta”, cuenta Enrique, que especifica que a los presos les daban de comer una lata de sardinas y medio litro de agua para dos personas y dos días. “Mi padre contaba que llegaban a beber de las letrinas”…