Artículos desde prisión:
-Sanidad en las cárceles: la gran olvidada
Juan García Martín / Preso político del PCE(r)
Publicado en la revista El Otro País n.º 111, de sept-oct. 2024.
La sanidad pública la empeoran a marchas forzadas. De no parar el proceso de degradación, pronto la veremos reducida a una sanidad asistencial para pobres y desheredados condenados al “pastilleo” y, en el mejor de los casos, a un “bien-morir”. ¿Se puede estar peor? Pues sí, y no hace falta irse a los Estados Unidos para verlo; en nuestro país ya tenemos una muestra del tipo de sanidad pública que nos espera de no plantar cara y frenar los planes privatizadores de nuestros gobernantes: la asistencia sanitaria que existe en las cárceles.
Imaginemos una ciudad media de unos 50.000 habitantes (en 2016, la población reclusa era de 46.440), repartida en grupos de un millar por toda la geografía e, incluso, dentro de cada grupo subdivisiones en “módulos” de un centenar. Podría pensarse que esta división facilitaría el conocimiento de las necesidades sanitarias de esa población y su tratamiento, máxime cuando entre sus “habitantes” un 85% padece trastornos psiquiátricos, existen graves problemas de drogadicción y donde los enfermos crónicos son similares a los que encontramos en una residencia de ancianos.
Pues bien, la realidad es todo lo contrario, pues en los últimos decenios, sobre todo tras la crisis económica de 2008 y la epidemia de COVID, la sanidad en prisiones –que siempre fue el pariente pobre de la sanidad pública- no ha cesado de deteriorarse, sin que, por otro lado, las protestas o reclamaciones de los presos hayan salido de sus muros y hayan dado algún fruto. Queda claro, así, que esta división de la población carcelaria se hace en función de la seguridad y el control y no del bienestar de los presos.
Con esto no me estoy refiriendo a esta o aquella cárcel en concreto; lo que sigue a continuación –salvo los casos de Catalunya y Euskadi- es aplicable al conjunto de las prisiones obviando, claro, que las hay mejor o peor organizadas y abastecidas.
Empecemos por las consultas de asistencia primaria. Antes del Covid, por cada módulo o galería el médico pasaba consulta más o menos semanalmente; luego las visitas se fueron espaciando a dos por mes, una por mes… en esta prisión hemos llegado a estar tres meses sin consulta. Por si esto fuera poco, nunca se sabe qué día tocará y limitan el número de enfermos que pueden atender en cada consulta, número que no ha dejado de reducirse; primero fueron 20, luego 15, ahora son 10. Esto supone que el día que anuncian por megafonía “Quien quiera apuntarse…” hay carreras y codazos para entrar en el cupo de los diez “privilegiados”; lógicamente, los más débiles, tullidos o envejecidos, es decir, los más necesitados de atención médica, nunca llegan a tiempo y se quedan sin consulta.
Por supuesto, existe un servicio de urgencias que supone que te tienen que llevar a la enfermería; para acceder a ella tienes que estar mal, muy mal a juicio del funcionario de turno o caer inconsciente. Y aun así, puede ser que el sanitario de guardia no vea tal “urgencia” y te devuelva al módulo para que “te apuntes a la consulta” (¿?); igualmente, ante la ausencia de médico, cosa cada vez más frecuente, las consultas de urgencia llegan a atenderse ¡por videoconferencia! De esta manera, resfriados, alergias, renovación de medicación, traumas varios o enfermedades que aparentemente no te dejan grogui pero que pueden ser graves, quedan sin tratar y a expensas del consejo de los “entendidos” del patio y de la automedicación.
En las prisiones ya no hay especialistas, o casi. Hace años, iban regularmente a las cárceles traumatólogos, internistas, urólogos, ginecólogos… Ahora, raro es el centro donde acuden especialistas, salvo psiquiatría – siempre insuficiente- o algún internista por los programas de hepatitis. Hay que ir al hospital de referencia. Y ahí empiezan las dificultades. Primero, la burocracia carcelaria, es decir, que el médico crea necesaria o no la consulta y exploración y que la tramite por medio de una oficina que existe de coordinación con el hospital; luego, las famosas listas de espera de las cuales no nos libramos ni los presos, con un “añadido”: a nosotros tiene que llevarnos la guardia civil y estamos a expensas de que ese día señalado para la consulta haya efectivos o no, de tal manera que te puedes quedar sin ver al especialista (yo me he quedado sin dos visitas en cuatro meses); y como nadie es responsable de informar al hospital de que no ha sido culpa del preso –la incomunicación entre servicios y aun entre comunidades autónomas es total en la era de la informática-, pues allí te dan por no presentado y te “penalizan” a ponerte a la cola de la lista de espera, previo reinicio de la burocracia carcelaria. O sea, que pueden pasar muchos meses y hasta años entre la primera petición de consulta con un especialista y que ésta se efectúe.
También existe sobre el papel la opción de poder traer, pagándolo, claro, un médico de la calle, pero en la práctica son tantos los obstáculos burocráticos y de seguridad que pocos presos echan mano de este recurso. Esta es la explicación de por qué muchas enfermedades se cronifican en prisión o que muchos cánceres sean detectados cuando no tiene remedio.
En lo referente a cuidados y tratamientos, podemos resumirlos diciendo que todos los presos estamos “empastillados”. Ante la falta de médicos y especialistas, las píldoras y la metadona se han convertido en la gran panacea para mantener a los presos en stand by, aunque ello origine un intenso mercado de pastillas y alguna que otra sobredosis que puede conducir a la muerte. A pesar de esta pobreza de recursos terapéuticos, también los recortes le han alcanzado y de año en año han ido reduciendo la lista de fármacos que dispensa Instituciones Penitenciarias, de tal manera que medicamentos muy específicos que venían siendo efectivos para tal o cual dolencia o enfermedad dejan de servirse y son sustituidos por otros más genéricos y con efectos secundarios imprevisibles. Igualmente se da el caso de que el especialista del hospital te receta una medicación y en la cárcel no te la dan porque no está en la famosa lista, llegándose al extremo de tener que echar mano de una orden judicial para que te lo den.
¿Cómo se explica que se haya llegado a esta situación que podemos calificar de desastrosa, si no fuera trágica, en la sanidad penitenciaria? Lo primero que te dicen, y es una realidad incontestable, es la falta de médicos. Prisiones siempre ha contado con su propio Cuerpo de médicos, pero en los últimos años no quieren venir a las cárceles, prefiriendo la sanidad pública o la privada; por ejemplo, en las 5 prisiones de Galicia debía haber 25 médicos y sólo hay cinco. Una combinación de bajos sueldos, precariedad de recursos, ambiente “tóxico” con riesgo de alta agresividad y protocolos muy muy “particulares” (sometidos a criterios extrasanitarios de seguridad), ahuyentan a los médicos, de tal manera que la plantilla está muy envejecida y las bajas no se reemplazan o lo hacen cuando la situación está a punto de estallar y contratando personal temporal.
Llegados a este punto, hay que hacer constar la gran labor que, en general, hace el personal de enfermería; sobre ellos descansa el peso de la sanidad penitenciaria y son quienes dan la cara diariamente con los presos y los primeros en atender las urgencias y casos graves. Pero, claro, estos profesionales tienen unos límites de actuación y prescripción y por mucho interés que pongan en caso de ataque al corazón, sobredosis, ictus, etc. si no está un médico a mano puedes darte por muerto.
Pero no todo se reduce a la falta de inversión en médicos y medios; en el deterioro de la sanidad penitenciaria, lo económico se entremezcla con lo político, porque políticas son las razones que impiden que, tal como fue aprobado en los tiempos del Gobierno de Rajoy, la sanidad en las cárceles pasara a depender en su totalidad de la sanidad pública, que como sabemos está en manos de las diferentes autonomías. Pues bien, salvo alguna excepción, dicho traspaso no se ha efectuado.
En un principio a Instituciones Penitenciarias no le interesaba ya que suponía perder una parte importante de los fondos que recibía de los presupuestos del Estado; además, dicho traspaso iba a significar que personas ajenas a las prisiones metieran sus narices en lo que ocurre dentro de los muros y ya sabemos que el personal sanitario o son “de los tuyos” o son siempre un testigo muy molesto.
Según informaciones periodísticas, parece ser que en los últimos años la sanidad penitenciaria ha dejado de ser rentable para II.PP. dados sus enormes gastos y los recortes, así que ahora sí están interesados en dicho traspaso; ¡pero ahora son las diferentes Comunidades Autónomas las que se niegan! a menos que el Estado les abone la enorme deuda que ha acumulado II.PP. Y mientras, en medio, estamos los presos, pagando con nuestra salud la racanería y las desavenencias de unos y otros.
Cuando a la gente se le explica esta situación límite de la sanidad en las cárceles, muchos tienden a decirnos “pues aquí fuera estamos igual”. Y no. En la calle hay “salidas”: si tienes dinero, te vas a la privada; si no, te vas a las urgencias hospitalarias; si te da un ataque repentino puedes acudir al SAMUR. Pero en la cárcel estamos encerrados y no tenemos más “salidas” que el propio sistema penitenciario; cuando llegue la ayuda “externa”, con cárceles que cada vez las construyen más lejos de las ciudades, puede ser demasiado tarde. No es lo mismo, compañero: En la calle, puedes salvarte; en la cárcel, te mueres.