
Libros que hay que leer:
-La araña negra
Vicente Blasco Ibáñez
Tomo II.
Propaganda jesuítica
En marzo de 1866, una de las notabilidades más de modas en Madrid era un reverendo padre jesuita que en las principales iglesias predicaba sermones conmovedores tomando por tema la aflictiva situación en que se hallaba el Papa y fustigando de paso con mano fuerte el espíritu del siglo que se alejaba rápidamente de la benéfica sombra de la Iglesia para arrojarse en el torrente de impiedad revolucionaria que inundaba al mundo.
Sus sermones valían tanto como las óperas del Teatro Real, y si para la alta sociedad era un sacrilegio no haber oído al tenor Tamberlich, no se creía menos censurable ser mujer a la moda, buena cristiana y amiga de las santas tradiciones, sin haber ido nunca a escuchar la ardiente palabra de aquel buen padre jesuita que sabía ensartar los más manoseados lugares comunes, poniendo los ojos en blanco y empleando todas las rebuscadas artes de un actor afeminado y dulzón.
La iglesia donde el jesuita dejaba oír su voz dos veces por semana, veíase completamente llena desde algunas horas antes de la anunciada para las conferencias; que tal título daba el buen jesuita a sus sermones.
El elocuente padre Luis vio desde su primer discurso acrecentarse rápidamente su fama oratoria, gracias al reclamo hábil que hacía fijarse en su persona la atención pública.
Era la mano del padre Claudio quien movía aquella máquina que hacía caer sobre la persona del orador de la Orden, una lluvia de aplausos y de gloria. Había que batir a la revolución que se mostraba ya próxima y amenazante, y para ello convenía excitar el fervor y la devoción en las clases poderosas y conservadoras por medio de tales predicaciones.
El padre Claudio lograba los fines que se había propuesto, pues los sermones de su subordinado alcanzaban un éxito colosal y aquel público elegante, perfumado y vestido de riguroso luto para dar más solemnidad al acto, salía del templo más dispuesto que nunca a resistir la impiedad defendiendo sus santos y tradicionales privilegios y pidiendo a los poderes públicos que no perdonaran ocasión alguna de zurrar al populacho, revolucionario e irrespetuoso con los que gozaban de todas las delicias del mundo sin deshonrarse con el trabajo.
La penúltima conferencia del padre Luis viose aún más concurrida que todas las anteriores, a pesar de que la tarde era muy lluviosa y soplaba un vientecillo helado que ponía en dispersión a los transeúntes. A las tres el templo estaba lleno por completo. Desde el altar mayor al centro de la gran nave, estaba ese todo Madrid que los revisteros de salones consignan en sus artículos; conjunto de mujeres elegantes con título nobiliario o sin él, que antes de ir al templo del Señor pasábanse media hora en su tocador pensando qué traje negro favorecería mejor su hermosura y de qué modo sentaría bien a su rostro la clásica mantilla. El resto de la iglesia ocupábalo la beatería de baja estofa; viejas rozadoras, ancianos con facha de cura, obreros de rostro obtuso, infelices mujeres de aspecto resignado; toda esa demagogia fanática mil veces más terrible que las turbas revolucionarias y que vive a la sombra del clero, en la mayor miseria, mirando sin odio el lujo y el despilfarro de las clases elevadas, convencida por sus protestares de que hasta en el cielo hay jerarquías y de que eternamente han de asistir en el mundo, ahítos y hambrientos, señores y esclavos.
Habían ya comenzado los cánticos que precedían siempre a la conferencia, cuando entró en el templo una joven señora vestida de negro y con mantilla de blonda, llevando en sus manos devocionario y rosario de nácar y oro.
Para que no existiera en el templo una lamentable confusión de clases y evitar que el pueblo con su rudeza maloliente incomodara al público privilegiado, los padres de la Compañía, organizadores de aquellas fiestas, habían colocado en la puerta algunos devotos oficiosos, que con una gran medalla sobre el pecho y una pértiga rematada en cruz, iban a guisa de bastoneros de baile, de un extremo a otro de la iglesia, alineando a la gente y procurando embutirla en aquel espacio, que aunque grande resultaba mezquino para tal aglomeración…
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